Opinión

Diario de Rodán / La comarca (Francisco Javier García)

No existen diferencias. Los foráneos que por una u otra circunstancia cruzan la línea imaginaria que configura a la comarca de Rodán, acabarán desorientados ante la visión de un paisaje evanescente cuyo sentido pareciera quererle ser ocultado a cada paso. No existen diferencias. El nativo satisfecho de sí que habita la tierra de Rodán, nace con ojos apropiados para poder reconocer un paisaje antiguo tatuado desde la infancia como un mapa en su piel.

Confinada bajo los aristados límites de un cinturón de cíclicas montañas, la comarca resistió de forma inmemorial el tránsito del tiempo, alejada de las grandes rutas comerciales por angostas carreteras serpenteadas y comunicada desde finales del XIX por una sinuosa vía de ferrocarril que más que acercarla, la alejaba en una noche atávica entre la cerrazón y las lindes de una memoria que no dejaba ver a sus moradores más allá de los cercanos resplandores de pequeñas localidades próximas, que reptaban en derredor, iluminadas como pequeños orbitales plegados al magnetismo geocéntrico de la tierra.

La voluntad romántica de un grupo de militares extranjeros destacados en la costa sur, su negación huidiza a recorrer los trillados caminos que marcaron a toda una generación acomodada en el viejo continente, cambió el interés y el gusto por descubrir a lomos de caballos las nuevas rutas y acercaron las estelas del mar al corazón de la intrincada sierra. Entonces un viento fuerte pudo conmover la ciudad. Pero enarboladas por la bandera del inmovilismo, las viejas iglesias resistieron, las piedras nobles resistieron. Y el cielo se plegó a las arcaicas formas conocidas. Y el señorío de la noche, a la inmensidad de la noche.

No es la casualidad la que induce al viajero a adentrarse en un paisaje inhóspito, en donde el secarral y las altas quebradas actúan como llamado de senderos cuyos confines le evocan el ensueño, como alejados cantos de sirena de otros lugares, de otros países. No es la fatalidad la que constriñe al lugareño a un paisaje finisecular en el que, de vez en cuando, poder alzar la vista y contemplar, bajo los designios de un cielo clausurado, las alas extendidas que le auguran en círculos su antigua muerte.


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