Este texto que traemos hoy a la palestra viene a ser uno de los más bellos del libro que nos dejara Vicente Espinel “Vida del Escudero Marcos de Obregón” De los méritos literarios de Cervantes y su Quijote podrá decirse lo que se quiera, pero cuando uno lee lo que viene a continuación aprecia enseguida el valor y la validez de lo que nos dejara escrito el insigne rondeño.
Es verdad que hoy nuestros estudiantes no pasan frío, ni hambre como sufrió nuestro protagonista. Sin embargo hay personas que le quitan valor al esfuerzo académico que realizan nuestros niños y jóvenes de hoy, sometidos como están desde su más tierna infancia a la tiranía de un sistema académico que impone contenidos, criterios, evaluaciones y títulos que, la mayoría de las veces, apenas sirven de nada.
Desde la Pedagogía Andariega (Walking Pedagogy, para los amigos de anglicismos), pretendemos dar relevancia a los saberes que interesan, a la movilidad imprescindible, a la sabiduría de los que conocen su oficio, así como a las entretelas de sus conocimientos y destrezas.
Los humanos estamos dotados de aparatos circulatorio, locomotor, excretor y sensoriales… Y en consecuencia me pregunto: ¿A qué condenar a nuestros jóvenes alumnos a permanecer encerrados en aulas que son jaulas con la única “ventana” al mundo que nos ofrecen los libros de texto, los Windows y Tutoriales de Internet al uso?
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Si los trabajos y penurias que pasan los estudiantes no se padecieran en tan buena edad como les coge, no habría manera de sufrir tantas miserias e incomodidades como sufren; pero al ser una edad tan libre de preocupaciones, viene a resultar que de la amargura se hace gusto y risa de la necesidad. Y así, con la esperanza del premio y el paso del tiempo, el entendimiento se va enriqueciendo y todo se vuelve más soportable.
No hay nadie que en los primeros años de universitario no se ilusione con grandes proyectos, pero en empezando a padecer la falta de dinero, ya por la tardanza de los arrieros con el dinero, o del olvido de los padres y parientes, muchos se desaniman, especialmente aquellos que por ser pobres no tienen quien les aporte lo necesario para poder sobrevivir. Así, la falta de medios económicos, el carecer de libros, la necesidad de ropa, unido a la poca estimación que se tiene de sí mismo, tiene a muchos y grandes genios acobardados y hasta aburridos. De mí puedo decir que mi nerviosismo, junto con la poca ayuda que tuve, me quebraron las fuerzas de la voluntad para estudiar tanto como hubiera querido.
Luego ocurre que, en estas edades de crecer, nunca se harta uno de comer. Me acuerdo que, después de haberme zampado mi correspondiente ración en la casa de pupilos de Gálvez donde paraba, me comí seis pasteles grandes de una sola sentada.
Vivíamos juntos por aquella época cuatro compañeros y yo por el barrio de San Vicente, con tanta necesidad, que el menos falto de dinero era yo por estar dando lecciones de canto, aunque hay que decir que estaban tan mal pagadas, que más que “pagadas” eran “dadas”. Lo único que nos consolaba era comprobar que había otros que lo pasaban aún peor que nosotros.
Nos encontrábamos una noche, entre otras muchas, medio desesperados, necesitados de dinero y de paciencia, sin cenar, sin luz para alumbrarnos, sin leña para calentarnos y haciendo un frío tan grande que si tirabas un jarro de agua a la calle, ésta se convertía en hielo al momento. Salí yo de la casa y me acerqué al domicilio de ciertos alumnos míos donde me dieron como pago a mis lecciones un par de huevos y un panecillo; a renglón seguido, me volví muy contento a la casa donde hallé a mis compañeros muertos de hambre y temblando de frío, hasta el punto que no se atrevían a remover el brasero por no acabar con el poco rescoldo que quedaba. Les enseñé lo que traía y salieron ellos enseguida a buscar unas ramitas con que aumentar la candela. Volvieron muy contentos con un leño muy largo que colocamos de inmediato encima del poco rescoldo que quedaba. Nos pusimos a soplar los tres a la vez, intentando así avivar el fuego, pero el fuego no se encendía ni a la de tres. Volvimos a soplar de nuevo, pero lo único que conseguimos fue llenar toda la habitación de un humo apestoso.
Eché un papel en el brasero para que iluminara el aposento y enseguida descubrimos que el leño no era tal, sino el zancarrón de la pata de un mulo, totalmente descarnado. Y tanto asco sentimos al verlo que si antes no cenamos por no tener qué, ahora tampoco lo hicimos por las náuseas y vómitos que nos entraron, que hubo uno de nosotros que de tantas fuerzas que hizo llegó a echar sangre por la boca, y el que lo trajo, hasta quería cortarse la mano de pura repugnancia.
Pero no paró aquí nuestra mala fortuna ya que, aquella misma noche, estando en la puerta de la calle por no poder aguantar el mal olor que desprendía el leño mular, acertó a pasar por allí el Corregidor de la ciudad, don Enrique de Bolaños, máxima autoridad en ella. Al vernos allí parados, nos preguntó:
-¿Qué están haciendo ahí?
Yo me quité el sombrero, me descubrí el rostro y haciendo una reverencia le respondí:
-Somos estudiantes a los que nuestra propia casa nos ha echado a la calle.
Mis compañeros permanecieron con sus sombreros puestos y sin hacer la obligada cortesía a la justicia.
Se indignó el Corregidor al apreciar en ellos aquel comportamiento tan irrespetuoso y, al momento, ordenó a sus auxiliares:
-Llevad presos a esos desvergonzados.
Ellos, como ignorantes, dijeron:
-Si nos llevan presos nos tendrán que soltar de inmediato porque nosotros sólo obedecemos a las autoridades de la propia Universidad.
Y en asiéndolos, se los llevaron por la calle de Santa Ana abajo. Yo, con la mayor humildad que pude, le dije al Alcalde:
-Suplico a vuesa mereced se sirva de no llevar a la cárcel a estos miserables, que si vuesa merced supiese cómo están, no los culparía.
-Mi obligación es ver la manera –dijo el Corregidor- de enseñar buenas maneras a algunos estudiantes.
-A ésos –dije yo-, con darles de cenar y quitarles el frío los volverá más educados que a un indio mejicano.
Y viendo que me escuchaba de buena gana, le conté lo pasado con los huevos y la humareda que provocamos con el hueso del animal. Se rió tanto de la historieta que, a costa del precio de unas espadas que había requisado a ciertos estudiantes vagabundos, nos llenó el estómago de pasteles, carne y vino.
Por mi parte, y una vez solos, les dije a mis compañeros:
-Amigos, qué mal os portasteis delante del Corregidor.
-¿Por qué? –me preguntaron ellos-. ¿Es acaso nuestro superior?
-Porque a las personas convertidas en autoridad, -respondí yo- sean o no nuestros superiores, tenemos obligación de tratarlos con respeto y cortesía; y no sólo a éstos sino a todos los mandatarios, maestros de oficios o nobles, porque, siendo educados y humildes, nos ganaremos su confianza y, de lo contrario, los tendremos enfrente como a enemigos. Es una equivocación querer comparar nuestras fuerzas con las suyas e intentar ponernos a mal con quien sabemos, de seguro, nos puede ganar.
En esta vida de estudiante pasé tres o cuatro años, gracias a una beca que me concedieron para residir en el colegio de San Pelayo. Y me hubiera aprovechado de aquella gran oportunidad para seguir estudiando si no hubiese sido porque en aquel momento recibí una carta de mis padres diciéndome que tenía la obligación de ir a tomar posesión de una donación o capellanía que un pariente suyo de Ronda quería hacerme.