Próximos a celebrar el día del libro, resulta doloroso comprobar cómo en las estanterías de las Bibliotecas escolares apenas si hay escritos de los propios alumnos. Es como si, de los cientos, quizás miles, de niños y jóvenes que han pasado por esos Centros a lo largo de su historia, apenas ninguno hubiera tenido nada que decir, nada que contar, nada que escribir.
Leer a otros, como en este caso a D. Vicente Espinel, está muy bien, pero leerse a sí mismos es tomar conciencia de que existimos. Porque, en definitiva y como estudiantes, “somos lo que escribimos”.
Desde la Pedagogía Andariega lo venimos favoreciendo con nuestra colección de libritos “Arre burrita”. Unos libros publicados a nuestra costa y escritos por niños y jóvenes de nuestra Serranía. El profesorado debiera hacernos caso y favorecer que sus alumnos escribieran libremente y que vieran publicados y expuestos sus trabajos con los debidos derechos de autor en sus respectivas bibliotecas. Es de justicia…, y de cajón.
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La conversación que entablamos aquel caballero y yo, la mantuvimos echados sobre el muro del puente de Segovia, dando vista a la Casa de Campo, y fue entonces cuando vimos asomar por su extremo un buen rebaño de vacas.
-Aquellas vacas –le dije a mi interlocutor-, cuando pasen por aquí, de puro apretadas y rápidas como vienen, nos van de atropellar si no nos quitamos.
-No temáis-dijo el hidalgo- que yo os protegeré, a vos y a mí.
-Cuídese usted de sí mismo –le dije yo-, que de mí cuidará mejor aquella pared que baja del puente al río, porque yo no me llevo bien con “gente” que no habla, ni sé reñir con quien trae armas dobles en la frente.
Y allí se quedó él, esperando con las piernas abiertas, mientras yo ponía tierra de por medio con las mías, escondiéndome detrás de un parapeto.
Venía por el puente adelante una mula cargada con dos odres de vino de San Martín de Valdeiglesias, y su mulero, subido encima. Y aunque venía deprisa y muy por delante de las vacas, éstas, con la prisa y el ímpetu que los vaqueros les daban, llegaron a alcanzarla rodeándola, y como fuera maliciosa y se viera cercada de tantos cuernos, comenzó a tirar coces de tal manera que arrojó al mulero y los dos odres de vino al suelo. Y un novillo, harto juguetón y alegre, agarró uno de aquellos pellejos con los cuernos y lo lanzó por encima del puente al río, yendo a parar justo delante de unas lavanderas que estaban abajo.
El hidalgo, por liberar al mulero del apuro en que se hallaba y por defenderse a sí mismo, echó mano a su espada y encarándose con él, le pegó al novillo una estocada. Éste, entonces, revolviéndose sobre sí mismo, lo agarró por los calzones y volteándolo lo dejó tirado en el suelo con muchos chichones en la cabeza.
En pasando la manada –que fue en un instante- acudieron corriendo las lavanderas al odre que había caído en el río, cada una con un jarrillo, de modo que lo dejaron totalmente escurrido; al mulero, por su parte, medio deslomado y herido, le pusieron sobre la mula. Yo acudí a atender al hidalgo, pero no para echarle en cara el no haber seguido mi ejemplo, sino a limpiarle y a consolarle, diciendo que había sido muy valiente socorriendo al muchacho. Y lo animé porque, en estos casos, no sirve de nada de reprochar a nadie su locura diciéndole: “Yo ya os lo advertí”. Al fin y al cabo, el daño ya estaba hecho.
El hidalgo –aún con el susto metido en el cuerpo por lo ocurrido- me comenzó a persuadir de que me fuese con él, pero después de algunos otros trances que pasé en su compañía, y pensándomelo mucho, preferí volverme a mi posada que, aunque pequeña, allí tenía una docena de buenos amigos, mis libros, que siempre me supieron devolver el sosiego y la paz. Y es que, los libros, hacen libre y ponen contento a quien les quiere bien.
Con ellos me consolé aquella noche, pensando en la servidumbre en que me hubiera metido de haber seguido los pasos de aquel hidalgo. Y así, satisfice mi hambre con un pedazo de pan conservado en una servilleta, y de postre, y siguiendo la dieta, con un capítulo que encontré donde se aconsejaba, precisamente, la práctica del ayuno. ¡Oh libros, fieles consejeros, amigos que no adulan, despertadores de la inteligencia, maestros del alma, gobernadores del cuerpo, guías del bien vivir, y compañeros para el bien morir!
Descansé muy poco aquella noche debido al hambre que tenía, y fue tan corto mi sueño que a las seis de la mañana ya estaba vestido. Me santigüé, me encomendé al Autor de la vida y me fui a pasear hasta la ermita del humilladero del bendito Ángel de la Guarda, situado al otro lado del Puente de Segovia.
Décimas espinelas del autor:
Los libros
Me gusta salir a andar
llevando un libro conmigo
pues es el mejor amigo
y con quien me gusta hablar.
Hablar con él es soñar
cuando estoy solo y me aburro
pues leyéndolo discurro
que ensueño y hasta imagino
ser un ferviente marino
del mar y de su susurro
Es importante
“Es importante leer
lo que otros escribieron”
Eso es lo que le dijeron
a un despierto bachiller.
“Eso sería ayer.
-dijo este, al replicar-
Mejor es comunicar
lo que uno lleva por dentro
favoreciendo el encuentro
con quien te quiera escuchar.”