Cuando D. Vicente escribió su obra rondaba ya los 70 años. Había pasado por tantos avatares que, una vez asegurado el condumio, poco le importaba ya lo que pudieran decir de él.
Es verdad que la severa censura de la Inquisición, para la que él mismo llegó a trabajar, tenía puestos sus ojos en su pluma, como los tenía en su coetáneo Fray Luis de León a quien llegó a castigar. Sin embargo nuestro rondeño supo bandear aquellas situaciones enojosas y encontrar en la Novela picaresca la protección literaria que necesitaba para expresar libremente sus pensamientos y decires.
Ciñéndonos al tema, traemos a colación hoy un asunto que, cuatrocientos años después, no nos es ajeno.
Sobre locuras y disparates de la vejez (Los Malcasados)
Mi ama no sabía cómo darme a entender lo agradecidísima que estaba de mí. Sin embargo, cuanto más se esforzaba ella, más me molestaba yo, porque podía acabar recelando de mí en que podía irme de la lengua y revelar su secreto. Y ella, prosiguiendo en su intento de tenerme cerca de sí, me quiso casar con una parienta suya, doncella de muy buena gracia, pero de corta edad. Y hablándolo con su marido al par que conmigo, encareciendo la bondad y las virtudes de la moza y de lo bien que me vendría casarme con ella para que me cuidara en mi vejez, yo me opuse muy de veras:
-Señora, yo eso no lo haría por nada del mundo que, como dice el refrán “Quien se casa viejo, enseguida acaba con su pellejo”.
Ella se rió y yo proseguí diciendo que, en Italia suelen referir también otro refrán que dice algo así como: “Al que se casa viejo le sucede lo que al cabrito: que, o se muere pronto, o llega a ser cabrón”.
-¡Jesús! –dijo mi ama-. ¿Eso se ha de esperar de un hombre tan honrado como vos?
-Señora, –le respondí- mi experiencia me dice que al viejo que se casa con una joven, todos los miembros se le van empequeñeciendo, excepto los de la frente, que le crecen más. Las jóvenes son alegres de corazón y andan siempre jugando y saltando como ciervas; los maridos, como sean viejos en cambio, como ciervos llenos de cuernos. En mi mocedad rehusé tomar la carga que supone todo matrimonio ¿y la había de tomar a esta edad y sobre mi cabeza?
A todo esto, el doctor se estaba muriendo de risa, y su mujer, pensando en qué me había de responder, contestó:
-Cada día se ven cosas nuevas. Es el primer viejo que he visto y oído que haya rehusado el casamiento con una jovencita. Todos apetecen la compañía de sangre nueva para conservar la suya: a los árboles viejos los remozan con injertos nuevos; a las plantas, porque no se hielen, les buscan abrigo; la palma, si no tiene junto a sí una compañera, no da fruto. ¿Qué bien puede traer la soledad, sino melancolía y desesperación? Todos los animales, racionales o brutos, apetecen compañía. No seáis como aquel filósofo que, habiéndole preguntado cuál era buena la edad para casarse, respondió:
“Cuando mozo, aún es temprano y, cuando viejo, tarde”.
-Confieso que esas razones –repuse yo- dichas con tanta gracia convencerían a cualquiera que no tuviera mi experiencia de las cosas del mundo y tan hecho a la soledad como estoy yo; porque casarse con una joven, siendo viejo, es dejar hijos huérfanos y pobres. O quizás lo haga ella porque tenga puestos los ojos en lo que ha de heredar…, lo que también es malo. ¿Qué os parecería si yo, con mis blancas canas, permaneciera junto a una joven rubia y hermosa?
-Por eso no os preocupéis -me respondió ella-, porque el barbero Juan de Vergara tiene una tinta tan negra y fina que, a cuantos hombres y mujeres entran en su casa con canas, les pone de manera que a la salida, nadie los reconoce.
-Ni a sí mismos se reconocen –dije yo- porque al disfrazarse y teñirse las canas les sucede que, si caen enfermos y dejan de acicalarse, se miran al espejo, y se encuentran como urraca ahorcada, con las plumas más blancas que negras. Si con el teñir se reparara la flaqueza de la vista, se supliera la falta de los dientes, se recobrara la fuerza de las piernas y brazos o se entretuvieran los años para poder así engañar a la muerte, todos nos teñiríamos. Pero la muerte se hace con nosotros como hizo la zorra con el asno de Cumas, aquel que se disfrazó con una piel de león para espantar a los animales y pacer con más seguridad; mas, la zorra, en viéndole andar tan despacio, le miró a las patas y dijo:”Tate, tate… asno sois”. Así también, mira la muerte a los camuflados y les dice: “Viejo sois”. ¡Tíñase quien quisiere, que yo tengo por mejor lo claro que lo oscuro, el día que la noche, lo blanco que lo negro y más quiero parecer paloma que cuervo! -¡No digáis eso–dijo mi ama-, que no se puede negar que las peluquerías disimulan los años, cosa que es de agradecer!
-Volviendo a nuestro asunto –continué yo- vengo a decir que si tengo yo cincuenta años y mi mujer quince o dieciséis, es como pretender que, hablando ahora de canto, un contrabajo y un triple canten una misma voz, que por fuerza han de ir apartados ocho puntos el uno del otro.
-¿Es que nunca habéis estado enamorado? ¿Nunca habéis rondado a alguna muchacha por de noche? –dijo mi ama.
-¡Y tanto! –dije yo-. Que hasta he compuesto coplas y he mantenido pendencias y peleas a su costa. La mocedad está llena de locuras y disparates. Y luego, está lo mal que se pasa pretendiendo agasajar a alguna muchacha, andando de aquí para allá como lechuza, guardando cementerios, sufriendo fríos, incomodidades y peligros tan propios de la oscuridad y de la noche.-
A veces suceden cosas que provocan risa.