Carta abierta al corazón musical de Ronda.
Amigos rondeños:
Ronda está de fiesta. Celebra el 40 aniversario del nacimiento de su querido Orfeón Vicente Espinel. Feliz cumpleaños. Bonita fecha –y ocasión- para el recuerdo.
En ocasiones como ésta me gusta recordar que “recordar” (valga la redundancia) proviene del latín “re-cordari”, que en su acepción etimológica significa “volver a pasar por el corazón”. Los recuerdos no vienen solos, vienen de la mano de las emociones que son las que, en definitiva, dirigen nuestra vida.
Y es que no se puede hablar de otra manera cuando recordamos. Y más cuando se trata de música.
Es lo que me propongo hacer en este viaje al pasado: hablar desde el corazón, como me recomendaba mi buen amigo José Manuel Ríos, padre de la actual directora Leticia Ríos.
Así que me permitiréis ponerme un poco sentimental al revivir –y, en cierto sentido, añorar- aquellos momentos que, vistos desde hoy, con la pátina del tiempo, parecen difuminados y sublimados como en un sueño.
Porque realmente un sueño cumplido fue lo que sucedió en aquella lejana época. Déjenme asomarme y revivir emocionado aquel fragmento de mi propio pasado ahora que me siento arropado por el cariño y el apoyo de mis coralistas.
Somos, en esencia, lo que recordamos, aunque a veces resulta imposible saber cuánto de re-construcción, de justificación, de idealización, hay en los recuerdos.
Corría, a la sazón, el año 1977. Respirábamos nuevos aires de libertad. Y, desde luego, todos éramos mucho más jóvenes… de lo que somos ahora. Cargados de hormonas, de ilusión y de ganas de hacer cosas aunque no supiéramos bien qué cosas hacer. Y aquello era contagioso. Era la atmósfera que respirábamos en aquellos inquietos e inquietantes años.
Ronda tampoco era lo que hoy es: apenas había actividades musicales, y menos corales. En este terreno, casi todo estaba por hacer. Y se justificaba con el tópico de que “Andalucía no es tierra de coros, sino de canto solista. Los coros son del norte”. La tozuda realidad vino a desmontar este y otros prejuicios.
El ambiente musical y coral de Ronda había ido evolucionando y creciendo poco a poco hasta alcanzar su “masa crítica”. Y por fin sucedió que un grupo de amigos que ya cantábamos juntos, de alguna manera quisimos darle carácter oficial y fundamos el Orfeón, al que, creo que con acierto, denominamos Vicente Espinel, para honrar la memoria de nuestro músico más universal.
Éramos antes que nada amigos que nos reuníamos para cantar. Tejimos nuestras relaciones con la música. Había armonía entre nosotros, la misma que, después, se traducía en la música que hacíamos y que retroalimentaba nuestra amistad.
Cantábamos con pasión, como si nos fuese la vida en ello, con el alma a flor de piel.
Eran tiempos heroicos; no teníamos local de ensayo, ni presupuesto, ni entidad patrocinadora; ensayábamos donde nos dejaban, a veces en casas particulares, luego en el Centro Obrero… No importaba. Cantábamos por el gusto de estar juntos y de escucharnos y, quizá debido a nuestras penurias, aquello se fue convirtiendo, casi sin sentirlo, en una familia en el más amplio sentido, con parejas que cantaban, e incluso padres e hijos cantando juntos. Familia de familias, donde reinaba la armonía, donde nos echábamos de menos los unos a los otros, por encima de las diferencias de edad, de ideología política o religiosa.
Ustedes-vosotros sabréis –siempre se ha dicho- que la música es la más social de las artes porque involucra a compositor, intérprete y público.
El cantor utiliza un instrumento que pertenece al su propio cuerpo, no es algo externo: la voz, ese mecanismo maravilloso que nos diferencia de los animales, que nos posibilita pensar, que nos permite intercambiar pensamientos y emociones; la misma voz que utilizamos para comunicarnos.
En la música coral, las voces del coro conforman el instrumento que manipula el director. A través de gestos y miradas, yo “tocaba” las voces y las emociones de mi coro, de la misma forma que podía tocar e interpretar la música en las teclas del piano.
De todo esto que yo sabía teóricamente no tuve experiencia cierta hasta que, en nuestro primer concierto, se produjo el milagro de la comunicación: el invisible hilo de plata que une al compositor con el director, al director con el coro, al coro con el público. Aquello se palpaba. La gente intuía que algo muy sutil estaba pasando. Y que era contagioso.
A partir de entonces, con mejor o peor fortuna, cada concierto era una aventura única, irrepetible, entregando lo mejor que éramos y teníamos, dejando siempre traslucir nuestras oscilantes emociones.
Para rizar el rizo y para evidenciar el relevo generacional, quiso el caprichoso destino que el mismo año que nació el orfeón y dimos aquel nuestro primer concierto naciera también una niña sobre cuyos hombros, andando el tiempo, recaería la responsabilidad de llevar a buen puerto un coro que tenía su misma edad: Leticia Ríos, la actual directora que ha tomado el testigo y que se crió en la música. Ella todavía recordará los viajes en moto a participar en los festivales infantiles que en Ronda y Benaoján organizaban mis amigos José María Tornay, Pablo Jiménez y José Manuel Ríos.
El curso 79-80 fui destinado a Ceuta; desde allí, en mi exilio africano, durante la semana preparaba el ensayo; los viernes volvía a mi Ronda; esa tarde estaban mis
coralistas puntuales ante la puerta de la casa de la cultura, esperando ilusionados las novedades que “el maestro” traía.
Pero ese fue solo el inicio, y me siento realmente orgulloso de haber tenido la oportunidad y la suerte de sembrar la semilla. Ahora bien: la organización es buena si no depende de las personas. Quizá las personas somos sólo la excusa para que la vida –y la música-continúe. Por el orfeón hemos pasado múltiples directores, directoras, coralistas –hombres y mujeres- arropados por un público fiel; entre todos hemos mantenido viva la llama de la ilusión, del sonido, la música, la voz. Y de todos es el mérito de la difícil continuidad.
El orfeón os pertenece
Amigos orfeonistas actuales, me dirijo ahora a vosotros; el orfeón ha cambiado de caras, a muchos de vosotros no os conozco; pero os digo que no estáis solos, que nadie se ha ido: si aguzáis el oído, justo en el momento de silencio previo a la primera nota, escucharéis, junto a la vuestra, la respiración preparatoria para cantar de todos los que alguna vez, de una u otra forma, dejamos nuestro gesto, nuestra voz en nuestro querido orfeón. Las voces de todos los que os han precedido están con vosotros apoyando, cantando codo con codo, voz con voz, coro con coro. Y lo mismo escucharéis en el último silencio, cuando se acaba la última nota: un halo mágico, el eco de la voz que se va y se queda, la presencia poderosa de todos los orfeonistas que alguna vez lo fueron.
Me dirijo ahora a los futuros cantores, jóvenes o menos jóvenes: cantar en coro es una suerte, es un tesoro, una buena inversión: sólo pide un poco de voz y de oído, y sin embargo rinde buenos dividendos en términos musicales, sociales y psicológicos. Cuidado: es adictivo y se puede convertir en una droga de la que resulta difícil salir.
Permitidme un último recuerdo, muy emocionado, a los que ya no están entre nosotros. Que vuestra música les acompañe allí donde estén; y que la memoria de sus maravillosas voces sea la prueba evidente y permanente de su luminosa presencia entre nosotros.
Amigos rondeños: el orfeón os pertenece; sé que estáis orgullosos de esta vuestra criatura, que ya forma parte de vuestro paisaje sonoro, lo mismito que el Tajo lo forma de vuestro paisaje visual.
Estoy seguro de que el orfeón nos sobrevivirá a todos. Larga vida al Orfeón.
Ronda, 22 de noviembre de 2017, día de Santa Cecilia, patrona de la música.
Por José Luis Palacios Garoz, Fundador y director del Orfeón Vicente Espinel.