Creo que es una de las veces que estamos viviendo la formación de las instituciones gubernamentales con más intensidad en el estado español. O al menos a mí me lo parece.
La apatía en que últimamente habíamos caído, cara a la política, debido a un hastío de crisis económicas, corrupciones y falta de unión y de diálogo, parece ser que está dando paso a un mayor interés popular.
Esto sí es cierto que se lo tenemos que agradecer a la aparición de fuerzas emergentes que están animando considerablemente el escenario político, dejando atrás al bipartidismo anquilosado de las últimas décadas.
En las pasadas elecciones del 20 de diciembre, los españoles repartimos nuestros votos mayoritariamente entre cuatro partidos: los dos clásicos ya, de derechas y de izquierdas (PP y PSOE, respectivamente), y los florecientes Ciudadanos y Podemos (digamos derechas e izquierdas, también respectivamente). En el camino quedó (casi extinta) la antigua izquierda, devorada por algún otro. Y sin olvidar, ni mucho menos, a los partidos nacionalistas de la cornisa cantábrica y mediterránea, principalmente.
Ante estas perspectivas que ya conocemos, la formación del futuro gobierno que pueda llegar a constituirse, está levantando una gran expectativa social. Y estamos siguiendo, casi en directo, el desarrollo de los distintos mecanismos del Estado que, tal vez en otras ocasiones, han pasado más desapercibidos.
La constitución de las mesas y de las cámaras baja (el Congreso) y alta (el Senado), así como el nombramiento de sus respectivos presidentes. Los contactos, acercamientos y distanciamientos entre los distintos grupos. El importantísimo papel del Jefe del Estado (el Rey) escuchando las distintas posiciones de los líderes parlamentarios, y proponiendo finalmente un candidato a la presidencia del gobierno, que tendrá que lidiar posteriormente con los demás partidos y sus propios militantes las líneas básicas, pero fundamentales, a las que tendrá que obligarse el próximo ejecutivo.
Todo ello es apasionante, donde lo más interesante es ver que se respetan las reglas del juego, y que las instituciones funcionan, sin que en ningún caso se produzca un vacío de poder, pese a la dilatación en el tiempo a que en esta ocasión está dando lugar, pero que por otra parte parece necesaria, respetando (tal vez no todos) precisamente los tiempos de cada cual.
Y bien, ya tenemos un candidato a la Presidencia del Gobierno (Pedro Sánchez), propuesto por el Rey, después de la renuncia (en dos ocasiones) por el líder de la lista más votada (Mariano Rajoy), por no contar, paradójicamente, con los apoyos suficientes para ser investido.
Ahora, se abre un periodo de alrededor de un mes (según el propio candidato), para que Pedro Sánchez consiga elaborar una hoja de ruta que satisfaga a un número suficiente de diputados de unos y otros partidos políticos, para conseguir la mayoría absoluta (la mitad más uno) en una primera investidura o la mayoría simple (más votos positivos que negativos) en una segunda oportunidad.
¿Serán capaces de ceder unos y otros en las diferencias que los separan? ¿Estarán dispuestos, si no todos, la mayoría, a anteponer los intereses de España y de sus ciudadanos a los puramente partidistas y personales? ¿Les será posible posteriormente (y es lo más importante) desarrollar toda una legislatura sin que afloren diferencias insoslayables que den al traste con un gobierno que se prevé variopinto?
He visto a un Pedro Sánchez muy centrado y coherente con sus principios de siempre, tratando al mismo tiempo de querer respetar a los electores de todos los partidos (en proporción de votos). Ni tirar por la borda lo conseguido en los últimos años, ni dejar de considerar los deseos de cambio que se han manifestado en las urnas.
He visto a un Rajoy dando un paso atrás necesario. A un Rivera prudente y mediador. Y a un Iglesias más cercano a la realidad. Esperemos que todo llegue a buen fin, de lo contrario, nos veremos de nuevo en los colegios electorales allá en junio. Y mientras, la casa sin barrer.