Aquella mañana todas las palomas aparecieron asesinadas. Como un paisaje irreal, el paseo central de la alameda amaneció cubierto de cadáveres. A un lado y otro, los cuerpos de las colúmbidas habían sido amontonados. También a los pies de las iglesias los cuerpos se apilaban, precipitados desde los campanarios. Durante toda la madrugada, un crascitar profundo y cavernoso fue el preludio de las diversas oleadas de cuervos que nos invadieron. Desde primeras horas de la mañana, se agrupaban en formación en los aleros del Consistorio. En todos los edificios emblemáticos de la ciudad, los carroñeros habían tomado las partes altas.
Sabíamos que el olor de la pólvora los atraería. La pólvora y el olor a carnaza de aquel cadáver que quedó tendido en el salón noble de la casa consistorial después de que el teniente coronel se volviera loco. Desde entonces caminábamos cabizbajos, pero sabedores de que las negras sombras de los alados sobrevolarían nuestro cielo. Aún antes de verlos, éramos conscientes de que nos observaban desde los vuelos de los edificios, instalados en las cubiertas de nuestras azoteas. Desde hacía tiempo sospechábamos sus vuelos clandestinos, la toma de las cornisas de nuestro Consistorio o la libertad con que entraban y salían de los altos ventanales abiertos de la Fundación.
Uniformados con sus negros penachos, la primera oleada surgió de súbito de la niebla. El ruido metálico de sus graznidos emergió en la oscuridad, desde el interior de la sima. Dormíamos, pero sentimos cómo un hálito fétido invadió nuestros sueños. Durante los meses sucesivos otras bandadas de alados venidos de dios sabe dónde se fueron instalando. Primero tomaron posiciones en la región, después en la comarca. Los omnívoros que ocuparon Rodán resultaron ser con diferencia los más sanguinarios. Con la saña de las aves migradas del norte, la rapiña resultó su forma de vida.
Parecían saber quiénes éramos exactamente cada uno de nosotros. Como en una delación, sabían con precisión qué puertas picotear con sus picos corvos. Con voracidad agujereaban las piedras de las iglesias, trepanando las almas de los encriptados. Las crías de las palomas corrieron la misma suerte que sus progenitores. Sus nidos fueron marcados y estigmatizados. Así vivimos durante aquellos peligrosos años, encerrados en el interior de nuestras viviendas. Y aquel crescitar irracional y cavernoso que nos invadió, fue el lenguaje sórdido que expolió nuestra infancia.