Aquí te tienes que morir para que te hagan caso. Al parecer siempre ha sido así. Esta es una tierra hermosa, pero eso no basta. Generaciones enteras se han dejado la piel. En cada rincón, en cada recodo de esta ciudad. De padres a hijos, siempre la misma consigna. Pero eso no basta. Generación tras generación. Si transitas por sus tortuosas callejuelas los sientes. Cuando el silencio desciende hasta sus serpenteados adoquines los sientes. Las luminarias no nos permiten ver. Pero los oyes pulular.
Sus almas están alertas, retenidas entre sus piedras milenarias.
Lo dicen nuestros mayores. Este es un territorio antiguo y un paisaje de la memoria. Así se expresa lo pasado. Y es así, pero eso no basta. En los daguerrotipos los sientes. Como nos llega la Fundación, exhibiendo su majestuosa planta. Invertida lateralmente, contra el cielo plomizo de la ciudad. Recortada en tonos ocres, emplazada en su propio corazón. En sus placas aún vemos los vapores de mercurio del revelado. Las figuras entonces apenas pueden verse. Pero tan pronto te impregnas de la imagen sus almas se sienten. Alertas, retenidas entre la poderosa sombra de la Fundación y sus expedientes de dominio.
La imagen del consistorio, abierto como un balcón a la plaza de armas. Con su mudo reloj y sus horas muertas. Miraron hacia atrás cuando el teniente coronel cambió sus manecillas pistola en mano. Desde entonces al parecer siempre ha sido así. Generación tras generación, los regidores nunca vaciaron de casquillos el salón noble. El consistorio, justo al pie del abismo. Elevado hasta la bruma de un tiempo pasado. Con su pasillo de arcos sacados a plena plaza. Con su pequeña biblioteca desvencijada en la planta baja. Con sus ocultas salas donde oficiar un cónclave o un sortilegio junto a la Fundación.
Te tienes que morir, pero eso no basta. Al menos para los regidores. Algo nos los malea. Generación tras generación. Al menos eso nos dicen nuestros ancestros. Al parecer siempre ha sido así. Trabajas para cambiar un cielo hostil, pero eso no basta. Te dejas la piel, pero a ellos no les basta. Tras cada campanada los sientes. En misas de difuntos los sientes. Como verdín rejuvenecen las viejas iglesias. Les pertenecen, encriptados entre sus recios muros. Cuando te acercas las luminarias no te permiten verlas. Pero las puedes oír pulular. Las almas todavía permanecen alertas, retenidas entre las piedras milenarias.