Lo peor de todo no fue el ruido de los motores surcando nuestro cielo. Ya para entonces las milicias se habían organizado. Al día siguiente del atolondrado acto, los milicianos se contaban por miles. Desde el comienzo se sabía. Durante las últimas horas se había procedido a la detención de todos los sospechosos. La venganza y el resentimiento es algo que se interpondrá para siempre entre vencedores y vencidos. La guerra sólo acarrea muertes. Muerte y destrucción. Miembros de una misma familia enfrentados por el odio y la desesperación. Solo unos días después la aviación nos bombardeó. Pero eso no fue lo peor de todo.
Aquel ruido de botas invadiendo los corredores. Invadiendo la sala noble donde se reunían los concejales electos. Fue entonces cuando aquel teniente coronel pistola en mano empezó a disparar contra la historia. Hasta unas horas después no se restableció la situación. Un oficial leal perteneciente al destacamento fue encargado de hacerse cargo de la comandancia. Un capitán de carabineros organizó los primeros movimientos populares de defensa. Hizo falta toda la noche para que el eco de las detonaciones fuera remitiendo. Tendido a lo largo de la sala, la insurrección se había cobrado su primera víctima.
No puede justificarse un acto como aquel. Las columnas de voluntarios armados acabaron con la sublevación en poblaciones cercanas. Los comités de defensa pronto sustituyeron a los institucionales. Los órganos de prensa difundían la propaganda. Durante los meses que duró la contienda la moral permaneció alta. No sólo se hacía frente a las fuerzas reaccionarias, al mismo tiempo hacíamos la Revolución. La violencia estuvo a la orden del día. Esta era una guerra entre hermanos. En todo fratricidio la violencia siempre genera una espiral inversa de represión. En uno y otro bando las víctimas se podían contar dentro del abanico del tejido social.
La resistencia fue encarnizada. Como otros territorios, permanecimos afectos a la legalidad vigente. Las operaciones militares fueron incesantes. En el trayecto de una zona estratégica, la ciudad resistió en el sinuoso punto intermedio de una vía férrea que tenía a sus extremos poblaciones ganadas para los insurrectos. Un régimen de terror se decretó. Entonces pudo ocurrir. Quinientos simpatizantes de los sublevados pudieron ser arrojados por el cañón. Sus gestos de horror debieron fundirse con el de nuestros desplazados a las capitales cercanas. Moribundos, despavoridos y enfermos, encontraron la muerte en las iglesias que aún resistían al fuego de los alzados.