Rabia. Es la forma más adecuada de definir el clima político y social que se percibe en Madrid en los últimos tiempos. Podría que deciros que desde mediados de 2012. Quizá provocado por la mayoría absoluta del PP y los escándalos de corrupción de PP y PSOE. Quizá conjuntamente, o como causa o consecuencia, del nacimiento de Podemos. No sé cuál fue el primer día de la ira.
Hiperactividad, ansiedad, depresión, delirio, sentimientos de violencia y voluntad de atacar, acompañados de parálisis. Ésa es la sintomatología del virus de la rabia y, sinceramente, mi percepción sobre la conducta social, pública y privada, en lo político, en nuestro país.
Todo acontecimiento público, toda noticia, declaración o tuit provocado por la clase política genera, automáticamente, una reacción inmediata de ansiedad y depresión. Una dialéctica de violencia en lo social y de parálisis en el individuo. Rabia perfectamente justificada, pero rabia en todo caso. En este estado extenuante de hiperactividad, entendemos justificado reaccionar con inmediato radicalismo ante lo que percibimos como agresión a nuestra dignidad. Cada decisión judicial de la juez Alaya del PSOE, cada nuevo euro de dinero negro del PP, provoca nuestra reacción en ejercicio de la libertad que nos habían robado los corruptos y aprovechados. Pero igual, hemos llegado a responder con idéntica violencia ante los desmanes de los políticos de Podemos y sus declaraciones antisemitas, bolivarianas o antisistema vertidas en las redes sociales. Y lo mismo con Ciudadanos, arrimados que facilitan la perpetuación de gobiernos socialistas o populares y pactan con ellos traicionando la confianza de quienes les prestaron sus votos.
Hemos decidido hacerlo contra cada gesto. A cada gesto, un mordisco. De forma inmediata. Rabia, en ejercicio de nuestra libertad.
Sin embargo, esta reivindicación, esta soberanía iracunda y libérrima, es una patraña.
El secreto de la libertad – no lo digo yo, lo decía Nietzsche- reside en que uno ha de aprender a no responder inmediatamente a los impulsos o las agresiones. La incapacidad de oponer resistencia a un impulso es, en sí, una enfermedad, un declive, un síntoma de agotamiento. Ya sea por la dinámica social que nos arrastra, o porque estamos hartos de que nos tomen por tontos, la hiperactividad se ha convertido en una tapadera para lo que realmente nos pasa: hiperpasividad, la forma de no reflexionar, de no tomar decisiones (las decisiones siembre exigen tiempo) y, en definitiva, de no ser libres. La rabia nos roba la libertad.
Hace no tanto, los gobiernos disponían de cien días para actuar antes de que se discutieran las primeras conclusiones. Hoy nos permitimos el lujo de sentirnos decepcionados e iracundos con gobiernos seis días –literalmente- después de sus investiduras. Los mejores periodistas son los que despedazan al recién llegado.
Hoy me parece que el desafío está en dar un paso atrás. Que la libertad está en dar un paso atrás. Vencer nuestra hiperpasividad iracunda ejerciendo la prudencia que nos permita incluso entender los errores de los demás y reconocerles las posibilidad de darse cuenta y rectificar. Dar un paso atrás para perdonar, que nuestra última palabra no sea la primera. Sólo los más libres perdonan, sólo los más valientes.
Los que estén dispuestos, que den un paso atrás.