El momento de despedirnos de un ser querido en el cementerio siempre es, ya de por sí, un trago duro de pasar. Por eso, lo vivido por los asistentes al entierro que esta semana saltó tristemente a la primera plana informativa tras romperse la escalera de sepultura mientras se procedía a introducir el ataúd el nicho, sólo lo saben ellos.
El sufrimiento de esta familia no debe quedar impune, y al margen de una más que justa compensación económica, que a buen seguro obtendrán, es indispensable averiguar realmente qué paso, quién tomó las decisiones erróneas y cómo se pudo haber evitado el desgraciado accidente. Conseguir eso, sin duda, satisfará mucho más a sus allegados que cualquier indemnización.
Porque lo que resulta obvio, a tenor de la imagen que presentaba la escalera rota, no es solo que no debería haberse utilizado. Es que ni siquiera debería haber estado allí. Porque lo que acabó con seis heridos leves y un imborrable y horrible recuerdo podría haber acabado de una forma mucho más trágica, si los daños físicos a los asistentes hubieran sido mayores.
Así pues, esperamos que se llegue al fondo del asunto y que cada cual asuma su parte de responsabilidad, más que con un ánimo punitivo, para que no vuelva a ocurrir algo así nunca más.