Para bien o para mal somos los españoles gente que con frecuencia nos dejamos influir pronto por lo que nos viene de fuera. Las modas, las costumbres, los comportamientos si aparecen con el marchamo de allende fronteras se nos cuelan sin apenas dificultad, e imponiendo su tiranía acaban por convertirnos en propagadores de algo que muchas veces chocan frontalmente con lo que nos fue durante siglos genuino y bien definidor de nuestra esencia. Ocurre, por ejemplo, con algunas celebraciones. De un tiempo a esta parte, las que nos son propias sufren el acoso de otras que nos traen aires ajenos que nunca soplaron por nuestras latitudes.
Primero se impuso Santa Claus o Papá Noel, el piloso y regocijado anciano vestido de rojo que se introdujo en Estados Unidos procedente de Holanda. El eterno cabalgador por espacios siderales derramando a manos llenos refulgentes regalos se impuso en geografías bien ajenas a las tradiciones anglosajonas. El viejo bonachón de risa estentórea. Lo aceptamos en España, no sin resistencia de los que añoramos pasadas costumbres autóctonas, y antes que por el jovial trotamundo, apostamos por el entrañable Belén de todas la vida y los Reyes que tantas ilusiones despertaron y siguen despertando en tantos hogares en tantos hogares carpetanos.
Viene pasando lo mismo con el Halloween importado. En Escocia y Gales, las hogueras que tratan de frenar los espíritus malignos en la noche de Halloween, procedían de los antiquísimos celtas, sobrevivieron en Estados Unidos y Gran Bretaña. Con sus máscaras mortuorias – calabazas huecas que hacen las delicias de los niños norteamericanos y británicos – y sus leyendas terroríficas de brujas y aparecidos hacen ahora la competencia a la festividad cristiana de Todos los Santos.
Pero si existe un núcleo de población duro de roer en cuanto a la implantación de esta novedad del Halloween de allende fronteras, es la de la Serranía de Ronda. En ésta, solo muy tímidamente la festividad de calabazas vacías y luminarias llamadas a asustar a los más blandengues ha asomado su cariz. Aquí imperan en el día de los Santos, que enlaza sin solución de continuidad con el de los Fieles Difuntos, los tostones de castañas y las reuniones amistosas y familiares. Son un preludio de los festejos navideños e incluso algunos de los dulces que son típicos en las semanas de Adviento se entremezclan con el particular fruto serrano que regala a los transeúntes, cuando se tuesta en desportilladas ollas en la vía pública, su aroma y su entrañable ambientación urbana.
Cuando era niño recuerdo que en este día santo que ahora conmemoramos me reunía con otros de mi misma edad y recorríamos las calles del pueblo con una gran cesta que, dádiva a dádiva de los vecinos, llenábamos de chorizos, castañas y membrillos que luego degustábamos en la torre de la iglesia en donde permanecíamos toda la noche doblando las campanas con el toque inconfundible del doble son que anunciaba los difuntos. Era una larga noche no exenta de temores y sueños interrumpidos que siempre se contrarrestaba con el calorcillo de las mantas y la proximidad de unos y otros.
Aquel era nuestro Halloween particular, inventado siglos antes de que nos llegase el recién importado. Todos los pueblos de la comarca rondeña lo celebraban de idéntica forma. Los mayores nos alimentaban y los niños les proporcionábamos la satisfacción de oír las campanas que durante veinticuatro horas les recordaban a sus muertos. Pero esta costumbre, como tantas otras que formaban parte del acervo cultural de los pueblos del interior de la provincia malagueña, fueron desapareciendo con el tiempo. Lamentablemente otras vienen ocupando su lugar y sin que nada tengan que ver con lo autóctono, las desplazan y tienden a validar lo que nos es extraño y desconocido. Como el Halloween, que se nos impone desde fuera, cuando en nuestras raíces andaluzas contamos con costumbres capaces de eclipsarlo. Beben en las mismas fuentes, que no son otras que el respeto, cuando no el miedo al más allá y a las almas en pena.
Si es así, que lo es sin menor duda, ¿por qué acudir a lo foráneo si lo nuestro es más auténtico y veraz? Tiene que serlo porque nos pertenece como pasado y está en las raíces profundas de nuestra manera de ser y sentir.