La lealtad es la fidelidad en grado máximo, cumplir siempre y, con honor y gratitud, no dar la espalda ante otras personas a la que se les ha prometido esa defensa. Aunque muchas veces solemos confundir lealtad con sumisión, sometimiento e incluso dependencia.
Ser leal es una virtud, tus amigos sabrán que siempre podrán contar contigo y tus enemigos que no defraudaras a quien muestras esa fidelidad, saben que dan en saco roto con sus ataques y que recibirás los golpes sin poner mala cara, algunas veces hasta sintiéndote satisfecho y orgulloso de saber mantener esa lealtad a la que te has comprometido.
Pero ¿hasta cuándo debe mantenerse? Porque es muy fácil pedir lealtad y luego descargar los “marrones” y los “malos rollos” sobre la persona a la que has pedido fidelidad ¿Se debe mantener por siempre? O se debe pedir el mismo grado de lealtad a la otra persona.
Cuando has sufrido en tus propias carnes la lealtad, cuando has llegado a defender lo indefendible por mantener esa fidelidad y la otra parte no ha respondido con igualdad, el pacto debe estar, al menos, en peligro.
Ya pasó hace unos años, se firmaron pactos y se prometió lealtad, no fue bien. Se cumplió sólo en parte y la mayor pérdida fue para el que más defendió al otro. Algunos que se parapetaron y dejaron que se “comiera todos los marrones” el otro en aras de una pretendida lealtad que no fue. Ahora está volviendo a pasar en clave local, con otros, pero está ocurriendo.
La lealtad es una virtud, cierto, pero cuando ésta hace que pierdas la más alta de las virtudes, la fidelidad hacia los tuyos, cuando pone en peligro a tu propia familia… ahí debes parar. Ya está bien de que siempre paguen los mismos, por los mismos errores y lo vuelvan a perder todo. Mientras otros se van sin un rasguño y sólo aparecen a la hora del elogio. Aprendamos.