En la bien conocida comedia de Shakespeare, durante una noche, una extraña noche de verano, los personajes de la comedia intercambian papeles, se precipitan en un universo de confusión donde se trastocan las intenciones y los deseos y donde nada es lo que parece.
Un observador imparcial de la economía no debería verse sorprendido por el argumento. Conforme el verano avanza y nos arrastra por su corriente de calor infatigable, hacia la orilla promisoria del otoño, de entre las disparatadas temperaturas de las primas de riesgo, surge como si de una promesa de frescura se tratara, una tierra limpia y paradisiaca, abonada por un mundo sin déficits fiscales; un jardín del Edén o de Epicuro donde la sola posibilidad de un equilibrio presupuestario, ahuyentará la voracidad de lo mercados internacionales. ¿Es eso real o se trata de una mera fantasía?
La respuesta, por más que nos gustaría, no es tan sencilla. Sin ir más lejos esta mañana me desperté keynesiano, estaba convencido de que no existe solución para la debacle económica más que un incremento del gasto público. A costa de un aumento del déficit, la economía podría encontrar esa senda perdida del crecimiento, ese hilo de Ariadna capaz de hacernos salir del laberinto donde un Minotauro nos aguarda con voracidad de agencia de calificación. Despertarse keynesiano no es en si un problema, cada cual se despierta como quiere; los hay realistas o fantasiosos en el despertar, idealistas o pragmáticos, soñadores o materialistas. El problema es que la noche anterior me había acostado neoliberal. En la duermevela inducida por el calor veraniego un Hayek circunspecto y triste, me prevenía de los riesgos del agigantamiento del sector público. Desde sus minúsculas gafas de economista austriaco, me repetía implacable: “Lo privado siempre es más eficiente, no lo dudes, lo peor que podría suceder ahora es un incremento de los tipos de interés y con ello de la inflación, entonces el despegue económico se entorpecería sin remedio por la ausencia de crédito”… ¿Qué despegue?, le contesté yo… y lo qué es peor ¿De qué crédito hablas?, pero su razonamiento me había convencido por su racionalidad interna, por la lógica endógena de los sistemas basados en ecuaciones lineales. ¿Qué paso entonces entre la noche de verano y la mañana para que me despertara keynesiano, manirroto, social demócrata (si es que el término tiene aun sentido)? Supongo que me dormí con la radio encendida. La hambruna en el cuerno de África se cebaba contra los más débiles, Obama insistía en la triple A como si de una marca de preservativos se tratara, mientras en Londres manadas de bárbaros excluidos de toda posibilidad de bienestar social incendiaban edificios de viviendas. Estaba dormido, teniendo pesadillas quizá, quise decirle a Hayek que las economías no se ajustan exclusivamente vía tipos de interés, que los equilibrios van mucho más allá de las variables macroeconómicas. Se entiende por lo tanto, que me despertara keynesiano, nadie puede culparme por ello. Ahora el día avanza con su calor tórrido de bolsas exasperadas y mercados en pie de guerra. “O el Estado o la vida”, parecen decir como delincuentes agazapados en un callejón sin salida. Me vuelvo neoliberal conforme el sol avanza hacia el poniente. El déficit cero nos traerá la felicidad total, me repito para convencerme, cuando los mercados sean lo único que oriente nuestras vidas encontraremos el paraíso perdido que todo consumidor que se precie debería anhelar, Hayek y Friedman estaban en lo cierto. Pero tú eras keynesiano esta mañana, me digo, un tanto azorado, todo se andará, me respondo, porque la noche se acerca con sus sueños y es inevitable.