Opinión

La soberanía reside en el pueblo (Antonio Sánchez Martín)

Al menos eso dice nuestra Constitución, aunque seguidamente, unos artículos más adelante, matiza que “el pueblo ejerce su soberanía a través de representantes electos”, y delega esa función en los partidos políticos como administradores únicos y plenipotenciarios de esos derechos. La soberanía reside en el pueblo, sí, pero al pueblo se le pregunta muy poco, una vez cada cuatro años, si no hay adelanto electoral, y durante esos cuatro años los políticos elegidos hacen y deshacen a su antojo.

Mirando los resultados electorales de nuestra democracia vemos que la participación del pueblo ha ido cada vez a menos. Cuesta trabajo cree que la gente renuncie a un derecho tan importante como el de decidir quién quieres que gobierne tu país, que es tanto como decidir a quién confías el estado del bienestar, la seguridad ciudadana, la sanidad que te atiende o el nivel de impuestos que debes pagar, o temas que nos afectan tan de cerca como la edad de jubilación y otras tan simples y cotidianas como dónde se puede fumar y a qué velocidad puedes conducir.

A primera vista, no se comprende que la abstención siga subiendo de manera imparable. Sólo se entiende por el hastío que causa en los votantes comprobar que los políticos han hecho de la política su modo de vida, (-porque hay quien lleva más de veinte años viviendo de ella-), en vez de usarla para servir al ciudadano que les delegó esa responsabilidad.

Sus señorías andan permanentemente a la greña en el Congreso de los Diputados, en los diecisiete parlamentos autonómicos y en cualquier cámara de representantes que exista en este país. Discursos aburridos y faltos de imaginación, donde se cruzan monólogos y acusaciones repetidas. “Pues tú más”, “Dimita usted”…  y medio graderío del hemiciclo aplaude y corea a sus jefes, o silba y patalea para interrumpir a los contrarios. Todos sabemos lo que votará cada uno: “Lo que ordene el partido”. Llego a la conclusión de que los debates se podrían resolver entre media docena políticos, diciendo: “ahí van mis 176 diputados o mis 11 concejales, y con eso basta”.

Estamos harto de ver la parafernalia que se monta cuando un político acude a un acto público: Un puñado de altos cargos, extremadamente sonrientes, aguardan su llegada. Se posicionan los guardaespaldas, se baja del coche oficial y saltan las luces de los fotógrafos y corren hacia él las cámaras de televisión y los micrófonos. El político se ve envuelto en una atmósfera irreal, percibe que es el centro de atención y se cree un ser superior. Disfruta y se aferra al poder con todas sus fuerzas y actúa como si su feudo, -provisional y alquilado a los votantes-, fuese un cortijo de su propiedad.

Por alcanzar ese “poder”, durante treinta años largos de democracia los votantes hemos asistido impotentes a pactos de “todos contra uno”, donde una colección de partidos minoritarios se unían para impedir que gobernara la lista más votada; a pactos “contra natura”, donde dos partidos antagónicos se juntan para repartirse el poder olvidando que sus programas propugnan ideales y objetivos distintos; a “partidos bisagra”, que venden su apoyo a cambio de desorbitadas retribuciones y, cómo no, a las cada vez más abundantes “mociones de censura” para hacerse con el poder, propiciadas en no pocos casos por tránsfugas que usan a su antojo los votos de los ciudadanos para venderlos al mejor postor.

Durante cuatro años, -y más si repiten mandato-, los políticos gestionan las administraciones con un ojo puesto en los intereses del partido y otro en sus propios intereses personales. Se subvencionan así colectivos afines al partido, asociaciones “singulares” reciben ayudas millonarias, o se favorece especialmente a las empresas que prestaron apoyo al partido durante la pasada campaña electoral. Todos los beneficiados saben que la subvención que recibieron no fue gratis y que se espera de ellos que les vuelvan a votar.

Pero esa forma de actuar genera cada día nuevos desencantados con la clase política. Aunque se diga que la soberanía reside en el pueblo, los políticos, -muy bien pagados, por cierto-, lo olvidan fácilmente, porque viven alejados de la sociedad. A veces no sé muy bien si los votantes somos realmente soberanos, o cuando vamos a votar corremos el riesgo de quedamos “atrapados” en la urna hasta que los políticos nos vuelvan a necesitar y froten la urna para dejarnos salir, y como si fuéramos el mago de la lámpara de Aladino convirtamos sus deseos en realidad por cuatro años más.  

Hasta los años noventa la participación oscilaba entre el 70 y 80 % del censo electoral. En esta última década es raro encontrar unos comicios donde la abstención haya sido menor del 30 %, llegando incluso a superar el 70 % en algunos referéndums de estatutos autonómicos. A veces creo que a los políticos les interesa que haya una abstención tan alta porque así les resulta más fácil alcanzar sus objetivos movilizando simplemente a sus incondicionales, y sus “objetivos” –recordemos-, no son otros que alcanzar el poder o perpetuarse en él durante el mayor tiempo posible.

Por eso, HAY QUE VOTAR, porque con la abstención y el voto en blanco no llegamos a ningún sitio; es más, se lo ponemos más fácil, porque los partidos que ejercen el poder suelen acudir a la cita electoral con un buen número de incondicionales (lo que las encuestas llaman “suelo de voto”). En el caso de Ronda, que tiene un censo electoral de treinta mil votantes, no tienen el mismo efecto 6000 votos con una participación del 50 %, -que supondrían nueve concejales-, que si la abstención fuera sólo del 25 %, donde 6000 votos dan para 6 concejales. La abstención nos perjudica a todos, porque a los partidos les resulta más fácil influir en el reparto de concejalías.

Aunque nuestra democracia sea imperfecta y no contemple la limitación de mandatos ni las listas abiertas, hay que ir a votar; porque el “voto de castigo” masivo es un mecanismo equivalente que permite alcanzar esos mismos objetivos. Tenemos que enseñar a los políticos que así no funcionan las cosas. Que nos aburren sus fotos, sus discursos y las falsas promesas de sus campañas electorales. Que en vez de tanta propaganda, exigimos soluciones urgentes y eficaces a nuestros problemas como ciudadanos “soberanos” que somos. Que Ronda, España y el mundo están hechos una ruina, y que mientras ellos se ocupan de mantener su poltrona, no se ocupan de nosotros. El 22 de mayo es el día. Luego no vale quejarse, porque las elecciones municipales no se pueden adelantar y durante cuatro años la cosa no tiene remedio.


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