Me van a permitir que hoy os escriba desde la consternación, desde la tristeza y desde la más absoluta de la incredulidad. Si son ciertos los últimos datos que hemos podido conocer no queda otra que estar afligidos y que nos miremos unos a otros sin entender nada.
El pasado miércoles desapareció una niña en Arriate, salió con sus amigas a pasear y no volvió. Lejos de aparecer al día siguiente, no se tuvieron noticias hasta la noche del jueves y con ellas los peores presagios que se podían tener se confirmaron, la niña apareció sin vida y con signos evidentes de violencia (todo según las informaciones que nos han llegado).
Estuve la tarde del jueves tomando un café con unos amigos como hago todos los días, pero no era el ambiente habitual, la tristeza se iba apoderando de todos los que tenemos la pequeña tertulia que se forma ante las tazas humeantes, conforme iban pasando las horas veíamos que aquello tenía mala pinta, nunca había pasado algo parecido en la Serranía y esa era la esperanza, el clavo ardiendo al que nos aferrábamos cómo si en ello nos fuera la vida.
Siempre hay una primera vez para que ocurran casos que veíamos muy lejanos, no esperábamos que sucediera lo que ha sucedido, una desgracia que nos ha puesto en el mapa del maltrato y la sinrazón, nos ha descubierto que no somos diferentes a los demás y que por difícil que lo veamos nos puede tocar a nosotros y bien que nos ha tocado.
Algo debe de funcionar muy mal para que una niña de apenas trece años sufra lo que ha sufrido María Esther. Es el momento de hacer revisión de los actos que nos suceden alrededor y ver en qué estamos fallando, por qué algo no está funcionando muy bien cuándo suceden estas cosas, hechos que creemos lejanos pero nos ha sucedido a los vecinos de la tranquila y maravillosa población de Arriate. Qué el árbol no nos tape el bosque y seamos capaces de atajar estas cosas de raíz. Por el bien nuestro y el de nuestros familiares, hagamos algo.
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