La muerte el pasado 25 de Noviembre de Juan Rios Ortiz en Cartajima supone una pérdida irreparable en el Valle del Genal. Juan Rios era la integridad, la honradez y, sobre todo, la palabra. Pero era además un amor desmesurado por esas tierras del Genal, un incansable trabajador de sus tierras, de sus frondosos castaños, de todo cuanto pudiera producir el Valle. También un ilusionado enamorado de sus gentes, sus costumbres, sus riscos altivos. La muerte no siempre debe llevar de forma anónima, frente a esto la memoria.
Descanse en Paz.
Ya una sombra luctuosa ha cubierto de insidia
los ínclitos capiteles brocados de esta insigne comarca
encumbrada de altos riscos labrados, de ilustres habitantes,
de valles floridos que han crecido entre peñas enhiestas
y que un mal aliento ha trocado en marchitos
ante la podredumbre de un penetrante olor,
de un fétido espasmo de muerte, de esclerosis en las venas
de todo lo que era vida y pulsión en las vértebras, idea,
desenfrenada visión, desbordante vorágine de formas animadas.
Un retablo macabro ha instalado en sus marcos luminosos
las tenebrosas volutas frías en las que las aristas sin formas
ocultaron a la vida el pulso sostenido, la inquietante silueta
de un contorno maldito, deforme, desatado, hediondo,
pudibundo de horribles calaveras, con sus huesos informes,
con su rictus terrible expresado en su rostro, de encías disonantes,
de mortíferos cristales arrostrando a la vida sus desorbitadas cuencas,
con la expresión desafiante de ojos descompuestos, malversando el ensueño,
el amor, el señorío secular de estas tierras altivas de moradores natos.
Cómo ha podido la muerte, con sus ojos inertes, penetrar estos sueños,
estos valles profundos, estos riscos altivos de enamorados secretos,
ante unos ojos injuriosos, mortíferos, ante el desaliento de metal,
de ritmo sin pulsión con que la fría muerte expresa el desencanto,
la monotonía letal, el alejado canto donde la cuenca es terror, maltrato,
desencuentro vital, lejanía y destierro, atrofia, profundo malestar.
Cómo ha podido la muerte, con su enorme distancia, penetrar este encuentro,
favorecer la mustia agonía en la que las facciones multiplican sus gestos
de muecas terroríficas, de desacompasadas batidas de mandíbulas prestas a fenecer.
Nunca unos ojos distantes procuraron tal pesar, tanto desconsuelo,
tanto arrastre de lágrimas de gente tan veraz, tan poco acostumbrada
al velo de una sombra que recorriera el valle de forma tan oscura,
tan arrebatadora, tal sembrado de escenas de terror, tal tanatorio,
tales ojos oscuros, escudriñando los últimos resquicios de una vida tan rica,
tanto promontorio demolido en un soplo, en el soplo aterrador
que nunca sombra alguna había podido injertar en una tierra tan fértil,
en una gente tan viva, tan sagaz, tan dispuesta al ritmo armónico
como una letanía letal que encarara maldita tan mortal majestad.
Roguemos por sus almas, por las vidas cedidas por sus antepasados,
que impotentes contemplan las inertes facciones de pupilas heladas
con que esta viajera de canto desalmado, de pesadumbre incierta, trivial,
a quien nunca invitaran, ha incurrido en la esfera del arduo acontecer
en el que el discurrir de sus vidas creció, junto a los fértiles arroyos
que vieron en sus padres el sentido profundo, el ritmo apasionado
de tantos habitantes que escaparon triunfantes al pasmo de estos pasos
de cadavérica moradora, inquietante, reinando en el espacio del miedo
de la sombra arrogante que encara en el patíbulo de hielo su muerte nacarada.
(Para Juan Rios Ortiz, por el amor desmesurado a su tierra y por quien en su día fue hecho este poema)