Las calles se tornaron grises, cubiertas de Diciembre. Se quedaron frías esperando su llegada entre mañanas de bruma espesa y tardes regadas de humo. Pasó el otoño caminando despacio, dejando recuerdos como hojas caídas en la quietud del suelo, teñido por su presencia amarilla y marrón como el latido de la tierra, ahora húmeda y azul con el invierno soplando en silencio. Invierno de niebla, invierno de leña, de calor en el hogar, de vino en buena compañía, de bufanda y manos congeladas buscando bolsillo amigo. Hasta la sierra se vistió de nieve, humilde, como copa de árbol tan solo pintada en lo alto, regalando frío y nube, e instalándose en cada paso marcado hasta casa. Así, invierno a veces triste, desnudo de vitalidad, húmedo y sombrío, de calles cargadas de agua y paraguas abiertos.
Así, casi sin darnos cuenta, levantamos la mirada y, entre el humo de las castañas asándose junto a la plaza y la oscuridad de la tarde, como escondida, aparece. Se acerca la Navidad poco a poco, colándose desapercibidamente en nuestras vidas, coloreando esquinas y cargando árboles, inventando nuevos escaparates, blancos y rojos y verdes, y todo lo que nos parecía gris quizá podría simular a la primavera recién llegada que como hierva recién cortada renace a la vera del río. Ya nuestro paseo no es tan solitario y nuestro caminar parece no ser el de un anacoreta perdido en la cuidad sintiéndose igual de solo. Por el contrario, de algún modo sentimos que comenzamos a compartir algo con nuestros compañeros de calzada. Algo que tal vez sea un recuerdo que nos sonríe al pasar por nuestra mente, llevándonos con él a tiempos ya pasados, de nuestra infancia quizá, de nuestra familia o de hace apenas unos años o tal vez lo que nos una sea una sonrisa, tímida y pequeña en la esquina de nuestra boca que se aventura a escapar, sin saber muy bien porqué.
No todo el mundo vive estas fechas que ahora se acercan con la misma mirada. No siempre se acompañan de ilusión, felicidad y unión, no siempre de bienestar y armonía, no de tranquilidad y paz interior tal y como cabría esperar si nuestra vida se guiara por lo que el mundo occidental capitalista y la sociedad intenta hacer de nosotros y de nuestro sentir: una familia unida, feliz, sin problemas, de sonrisa continua, sentada en torno a un árbol al que nada le falta, celebrando junta días de consumo feroz y una vida inicialmente perfecta. Ojala todo fuera tan sencillo y realmente todos pudiéramos disfrutar de algo así, tan utópico y efímero como el segundo que pasa y se esfuma por la ventana. A pesar de ello no defiendo el imposible. Por el contrario, son muchas las personas que a lo largo de su vida han sufrido perdidas de gente querida, de ilusiones e incluso de metas de vida, que, como revueltas por un remolino de viento del norte parecen volver a nuestra existencia de un modo más presente en estos días. Echamos de menos a los que ya no están y significaron tanto para nosotros, a aquellos con los que compartimos navidades pasadas, con risas y con llanto, y ahora se encuentran lejos. Añoramos y añoramos y la nostalgia parece correr por nuestras venas, perdiéndonos el momento presente y dejándonos llevar por momentos que ya ocurrieron y sobre los que apenas tenemos posibilidades de cambio. Pero, ¿quién dice que todo debe ser perfecto?, ¿quién defiende la única alegría sin lágrima?, y más aun…¿Quién nos dijo que porque algo no fuera perfecto no podemos permitir que la felicidad se cuele por las rendijas de casa? Porque debemos permitírnosla y comprender que no llega a raudales constantes cuando todo funciona cual reloj suizo, segundo a segundo, sino que, de otro modo, no entiende de perfecciones y convive con la realidad de ser imperfectos, tal y como, me atrevería a decir, somos cada uno de nosotros y puede ser nuestro día a día: con momentos buenos y con momentos malos, con sonrisas y con ceños fruncidos, con amigos y con distancias, con amor y con indiferencia e incluso con vida y con partidas.
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