La capacidad del presidente Zapatero para asombrar resulta imponderable. No tiene límites su facultad de desbaratar cualquier hipótesis que previamente se hubiese hecho sobre cómo sería de su modo de actuación sobre una u otra cuestión. Los cálculos casi nunca se asemejan a la realidad paran bien o para mal. Lo último, asegurar que no entraban en sus intenciones de una remodelación ministerial de alto calado sino nombrar sustituto a Celestino Corbacho, para, unas pocas horas después, cargarse de un plumazo casi la mitad del Ejecutivo para reemplazarlo con caras nuevas.
Si hay políticos entre los que nos rigen que son imprevisibles, descuella entre ellos, in duda alguna, nuestro presidente actual, capaz de decir una cosa y la contraria con un mínimo intervalo de tiempo. Para desesperación de la oposición y de sus críticos enfervorizados; para éstos su caída estrepitosa era sólo cuestión de vigilante espera. La cuestión es que no sólo irrita a los opositores, quienes ahora se mueven con el pie cambiado, sino a sus propias huestes socialistas (la cara compungida de Moratinos, sentado en su escaño del Congreso cuando recibió la noticia de su fenestración fue todo un poema); no digamos a la sociedad expectante, la cual pone muy en duda si esta es una forma correcta de actuación.
La cuestión es si todo esta imprevista hecatombe ministerial y reestructuración posterior redundará en beneficio de los españolitos de a pie, entre los que me cuento. Los detractores del arrebato del presidente lo ponen en duda. Y desde la calle se oyen voces insistentes que quienes desembarcan en la nave gubernamental no podrán, por lo menos en lo que se refiere a la economía del país, evitar la zozobra, ya que hace aguas desde babor a estribor y de popa a proa. Nos gustaría equivocarnos, por el bien de todos.