Quienes como yo presumen, desde lustros atrás, peinar canas, y tuvimos la suerte de que nos enseñaran las primeras letras en la escuela – no todos en los pueblos olvidados del interior de Málaga pueden decir lo mismo por mor del atraso económico y, por ende, social que azotaba el territorio en los años 40, el cual obligaba a muchos de mi edad a ganarse el sustento trabajando de sol a sol en el campo -, los que fuimos niños afortunados entonces, se nos quedó grabado para siempre la lista de los reyes godos.
No entendí nunca porqué aquella insistencia de los maestros a que la aprendiéramos de memoria y de que la recitásemos como al Padre Nuestro. Fueron 33 los reyes godos y les ahorro de soportar la retahíla de enumerarlos uno a uno. Si bien, como también se nos imbuyó, fueron los más notables Ataulfo, Teodoredo, Eurico, Leovigildo, Recaredo, Wamba y don Rodrigo, que fue el postrero, en cuyo reinando como saben, se abrieron subrepticiamente las puertas de Hispania a la Media Luna.
Historia y leyenda se entrecruzan y a las carencias fehacientes de una se yuxtaponen los relatos exhumados de la tradición que animan la otra hasta componer una realidad no por discutible menos acendrada y admitida en el pueblo. O sea, la intrahistoria de la que hablaba Unamuno como meollo para entender de verdad la historia que nos incumbe.
No me lo explicaron en mi edad escolar, y sólo lo supe luego, cuando me afané por la historia y el rastrear en las insondables raíces de la cultura de la Serranía de Ronda. De la nomenclatura de reyes godos me atrajo siempre la figura de Wamba, que llegó al trono no porque lo ambicionara, sino porque ya anciano y retirado al sosiego del campo y dedicado al cultivo de sus tierras fue reclamado por la nobleza para ser coronado legítimo rey. Aprendí que Wamba fue considerado uno de los mejores reyes godos, y que gracias a su energía, a su talento militar y a la dura disciplina que implantó en el ejército, pudo evitar la descomposición de la monarquía goda y frustrar el primer intento de invasión árabe en Hispania.
Su advenimiento al trono, cumpliéndose lo acordado en el Concilio VIII de Toledo, se debió al veredicto del Aula Regia que lo reconoció como sucesor del rey, fallecido en el 672. Su coronación, sin embargo, estuvo precedida de toda una odisea. Empezó ésta cuando una doncella de la corte, natural de Buxarra, (hoy Pujerra, un pequeño pueblo de la Serranía de Ronda, perdido entre las estribaciones de Sierra Bermeja y el curso alto del Genal y rodeado de castañares), quedó encinta por amores ilícitos, viniendo a dar a luz al mismo tiempo que una damisela de la nobleza. Temiendo que le arrebataran su hijo, decidió regresar a su pueblo llevándolo consigo. Cuenta la leyenda que, en la precipitación de la fuga, confundió los hatillos que arropaban a los recién nacidos y huyó no con su vástago sino con el de la noble dama.
Deshecho, tras luengos años, el error por la matrona que asistió a ambas parturientas, una embajada regia se apostó en el pueblo serrano, pero sus escasos y temerosos habitantes rehuyeron las inquisidoras pesquisas de la milicia. Fortuitamente, se vino a dar, en un apartado rincón montuoso con una mujer que vivía con su joven hijo al cual llamó por su nombre, Wamba, ocupado en abrir grandes surcos en tierras de labor merced a unos bueyes a los cuales dirigía con mañas. No les cupo duda de que estaban ante el sucesor legítimo de Recesvinto.
A grandes rasgos, la historia coincide con la leyenda en torno a la vida del noble godo, aunque difieren en su edad en el momento de ser requerido para ocupar el trono. Históricamente, fue obligado a enarbolar el cetro, amenazado por el acero de una espada; pero se silencia, no obstante el hecho de que el joven cuando fue reclamado como rey dijo que sólo lo sería si del cayado que sostenía y con el que guiaba la yunta de bueyes, floreciera. El relato tradicional argumenta que la vara de chopo floreció en efecto, así que se vio obligado a cumplir con la demanda.
No retornó jamás Wamba a su predio de Pujerra. Fue destronado tras ocho años de reinado. Dicen que el noble Ervigio, que aspiraba a ocupar su lugar, le dio un narcótico, le cortó el cabello, le vistió de monje y le colocó en un ataúd. Al despertar, se retiró a un monasterio, renunciando a la corona. Una novelesca vida la del rey que vio la luz en el pueblecito serrano, que sigue esperando que alguien le imprima color y forma.