Organismos internacionales relacionados con el cambio climático – la bete noir que nos amenaza lentamente pero sin pausa – , anuncian que transcurridos tres o cuatro décadas a lo sumo, los termómetros sumarán 6 grados más a los que ahora soportamos cada verano. Nos pintas paisajes terroríficos, como los del valle del Guadalquivir convertido en un desierto que en poco diferirá del de Gobi, pongo por ejemplo. Espeluznante. Que vayan preparándose las generaciones venideras. Y que nos maldigan por dejarle tan desoladora herencia.
Pero todavía estamos a tiempo. Si desde ya se adoptan medidas urgentes que vengan a desacelerar el proceso. La organización ecologista Amigos de la Tierra – alguien tenía que coger el toro por los cuernos – publicó días atrás un informe sobre la necesidad de poner en planta una ley transversal que impida se sobrepasen límites previamente establecidos de emisiones de gases contaminante a la atmósfera. O sea, controlar las emisiones de CO2 mediante ley de ámbito estatal. Ley que, bien es cierto, quedaría coja si el resto de los países del mundo no la suscriben al unísono, habida cuenta que las recomendaciones al respecto (los compromisos de Kioto expiran en 2012 y los debates en Copenhague están por ver)) se han convertido poco menos que en papel mojado.
Más que incluso salvaguardar la interdependencia económica, con la cual se han soslayado males mayores en Europa adoptándose recomendaciones que en general han servido para afrontar con éxito los zarpazos de la crisis que todavía da los últimos coletazos – esperémoslo –, conviene unir esfuerzos y marchar hombro con hombro encuadrados en una tutela global haciendo un frente común para enfrentarse al cambio climático, una amenaza latente que nos enseña sus dientes y no ciertamente con una sonrisa placentera.