El verano es tiempo de vacaciones, de viajes y cambios de aires para poner ante nuestros ojos ciertas novedades que distraigan nuestra atención. Son momentos de ocio lejos de preocupaciones gozando de lo que no se tiene y viendo lo que no se ve, es una transformación que nos hace ser otras personas, que ni así mismos nos llegamos a conocer sueltos en un mundo donde predomina la visual y lo superfluo.
Viajar no es un curalotodo, pero sí es un bálsamo, una fragancia que nos sana del estrés y nos acerca a sensaciones inconscientes, mundos distintos que se ponen delante de cada uno cada vez que se cambia de hábitos y entorno, una componente psicológica, una ficción en virtud de la cual, las mismas cosas dejan de significar lo mismo, nuestro panorama se llena con la presencia de lugares y cosas notables por su belleza, sucesos y gentes que nos colman de curiosidad por el hecho de ser distintos simplemente, lo real, por distinto se convierte en sublime, en belleza que no podemos expresar, que nos produce placidez, calma y sosiego. El simbolismo de las cosas, cambia con el entorno, desde la distancia cambian los juicios reales y probables de las cosas y nos ayuda a valorar las cosas desde dentro y desde fuera.
El relajamiento mental facilita las relaciones humanas de las personas que fácilmente se lanzan a lo extraño buscando la casualidad, la contingencia, gozando del placer que produce el riesgo y el peligro de lo fortuito. En verano la gente se enamora y desenamora con más facilidad que en otras épocas del año, se abre la veda para galanes y hortera-playas, embusteros, farsantes, cuentistas, mentirosos y oportunistas aprovechando el inmenso placer que produce la mera contemplación de cuerpos, voces y contornos distintos. Los cuerpos son más generosos a la hora de satisfacer apetitos y doblegar voluntades, los lazos y los botones se desabrochan con mayor facilidad.
Es sabido que toda alteración de los sistemas establecidos por el motivo que sea, genera de inmediato una crisis y con ello una exposición al peligro y la consecuencia que es la oportunidad.
Dice la estadística que uno de cada tres divorcios se producen en septiembre, después de las vacaciones de verano. Este hecho no es debido como algún abogado podría opinar a que los juzgados están cerrados durante el mes de agosto, habría que preguntarle mejor a psicólogos y psiquiatras. La rutina diaria, el trabajo, la casa, la atención a la familia ayudan a las parejas a ir arrastrando problemas que estallan cuando la convivencia se hace más intensa, cuando las vacaciones obligan a permanecer juntos todo el día sin ninguna escapatoria o coartada. La rutina durante de la vida diaria le sirve a muchos para no pensar y no enfrentarse así a cuestiones que les abruman. La adicción al trabajo y la ruptura de la rutina diaria produce a mucha gente problemas de soledad los fines de semana y muchísimo más puede ocurrir durante un largo periodo de vacaciones. Si alguien tiene especial dificultas para enfrentarse a la soledad y a los cambios, el terreno queda abonado para que estalle el conflicto. Por ese motivo, la aparición de un conflicto en una pareja no demasiado estable y en un momento como las vacaciones, en el que todo se tiende a magnificar, puede acabar en ruptura abriéndose por consiguiente la puerta a otras oportunidades.
Ciertamente las crisis en épocas estivales son casi seguro provocadas más bien no por problemas de las parejas sino por la suculenta oferta de amores que se presenta en verano.