En una playa de la isla de Hiva-Oa, santuario amargo de su autoexilio, allá en los paradisíacos mares del sur, uno de los más grandes pintores que ha parido Francia, junto al vaivén fresco y eterno de la olas, abstraído, mira el inmaculado ribeteo de la espuma salada sobre la arena, envuelto una y otra vez por el eco profundo y trémolo del azul estruendo, y por la dulce caricia de la brisa marina, que a lomos de un oleaje protector y purificador, arriba en aquel infinito amanecer de la Polinesia.
Es Paul Gauguin, al que su denso pesar, eclipsa su visión y limita su capacidad de soñar impidiéndole pensar con claridad y dilucidar ese día de un futuro lejano, cuando él ya no esté, en el que su cuadro “De dónde venimos, qué somos, hacia dónde vamos” colgará, para dar testimonio ante la posteridad de ese interrogante primigenio y vital que atenaza el corazón de los hombre inteligentes y rebeldes, en la pared de una sala del museo de Boston; quizás con la añorante esperanza de que algún sabio obnubilado por la belleza del carácter sintáctico y la grandeza de sus simplificaciones pictóricas, le responda a tan metafísico interrogante.
Enfermo, sin dinero y agotado por una constante efervescencia creadora, Paul, el magistral pintor que mediante su cromatismo ostentoso mejor supo plasmar sobre el lienzo la pureza original y la inocencia de mundo primitivo, alza en el aire el pincel y traza sobre el lienzo en blanco el libidinoso perfil turgente de una mujer taitiana. “Va por ti amigo Vincent”, masculla compungido.
En la opresiva y al mismo tiempo liberadora soledad de aquella última playa, convertida en centro geográfico de su universo creativo, presa de la melancolía, con el sabor acibarado de la remembranza en los labios, una y otra vez le asalta el recuerdo de su amigo Vincent van Gogh, el más ardiente de todos los impresionistas, cuyo pincel logró una nitidez de contorno cautivadora, una luz cegadora y unos colores tan puros que le convertía en el más grande genio que jamás había conocido.
Embargado por un envolvente sentimiento de culpa y su desabrido regusto, Gauguin, se tiende sobre la arena de un ribazo y clava sus cansadas pupilas en aquel inconmensurable y único cielo, que abraza, con su insubyugable azul, a un horizonte marino en calma donde alegres delfines y ligeras gaviotas, con el pincel de su colas, trazan estelas blancas de melancolía salada dulce coral, que señalan la ruta hacia su querida Francia. Recuerda el día que informó a su amigo Vincent sobre su propósito de abandonar Arles y le expresó su negativa a participar en la idea de crear juntos una sociedad de artistas. Recuerda aquel 23 de Diciembre de 1888 en el que tras una fuerte discusión, Vincent, enloquecido por su decisión de abandonarle, le arrojó un vaso en un bar y le persiguió por la calle, y él no tuvo más remedio que defenderse. Recuerda como desenvainando su florete le asestó un mandoble que le cercenó parte de su oreja. Recuerda como Vincent, sangrando, tomó la oreja del suelo y temiendo que la policía se llevase preso a su amigo, en acto supremo de amistad, le perdonó su acción y estableciendo un pacto noble y unilateral de silencio le dijo: “Usted calla y yo también lo haré”. Recuerda su miedo cuando tiró su espada al río y se marchó dejando sólo a su amigo. Recuerda cuando Vincent para engañar a la policía fue a un burdel y ofreció la oreja a una prostituta de nombre Rachel. Recuerda cuando la policía encontró a su amigo bañado en sangre sobre su cama. Recuerda cuando Vincent escribió en una carta a su hermano Theo: “Por suerte Gauguin…. no está armado con metralletas u otras armas peligrosas”. Recuerda el empeoramiento de la enfermedad mental de Vincet y cuando éste dijo a su hermano Theo: “Yo arriesgué mi vida por mi trabajo, y mi razón siempre fue menoscabada”. Y recuerda el día que dos años después su amigo presa de la enfermedad se pegó un tiro en el pecho. Recuerda los días que permaneció herido y su leve recuperación. Y recuerda aquel 29 de julio de 1890 en el que Vincent van Gogh fue enterrado en el cementerio de de Auvers-sur-Oise.
Demasiados recuerdos quizás para una mente y un corazón cansados, que como rescoldos hirientes de una mortecina hoguera, le impelen a levantarse de la cálida arena de aquella perdida playa en la que quisiera cerrar sus ojos y dormir eternamente junto a su amigo, para seguir pintando, que es lo que mejor sabe hacer, lo único que sabe hacer, el fin primero y último de su vida. Alza su pincel al aire y, entreverada con las pinceladas, unas lágrimas ruedan por el lienzo fundiéndose para siempre con los vivos colores que poco a poco van dando forma al sugerente cuerpo de una mujer taitiana. “Va por ti, amigo Vincent”, grita al viento.