Era, o fue, el mejor crítico que jamás escuché. Quizá no fuera el mejor, pero sí el más crítico. Lo que es innegable es que jamás lo escuché, porque Jorge Ibargüengoitia se mató en un accidente de coche en Madrid en 1983, cuando yo nací.
Con apellido muy vasco – quién sabe si hijo de emigrantes-, este nada longevo escritor, alumbró antes de matarse algunos de los mejores libros que yo he leído.
Pasó casi toda su vida de autor fuera de México, su país y, aún así, escribía como nadie sobre la forma de ser mexicana, que conocía a la perfección y criticaba con disparos certeros. Entre todos sus libros, por lo gracioso, hay uno titulado Instrucciones Para Vivir en México que es mi favorito, un recetario construido con los artículos que publicaba en el diario El Excélsior.
En el libro, enumera las costumbres –vicios- típicamente mexicanas que le irritan. Las hay absurdas – como la debilidad de los mexicanos por comprar flores para los entierros, exclusivamente cuando concurren dos supuestos: no conocer al finado y que siempre sea corona más barata-, dramáticas –como la pasión de todos los Generales por llevar a cabo levantamientos militares y después gobernar pensando en todas las traiciones sufridas, las que podría haber sufrido y las que le quedan por sufrir, e irremediables – como el complejo del mexicano por ser chaparrito, gordo y prieto o, en su caso, chaparrita, gorda y prieta-.
A mi este ejercicio de distancia siempre me llamó la atención, pero confieso que, a diferencia de Ibargüengoitia, con la distancia sólo me sale pensar en aquellas costumbres que, lejos de irritarme, me seducen. Ésas que sólo aquí existen e igualan a los naturales de Sanlúcar o Cadaqués y los distinguen de un alemán o un chino.
Quizá por tener delante la décima ración de croquetas de El Torero en la semana que llevo en Ronda, el rasgo que más me agrada, y que descubrí hace mucho, es comer por raciones. Sólo aquí se puede comer por raciones.
Para ser ración, no basta con que un plato se coloque en el centro, ni que se pueda compartir. Obviamente, ésos los hay por todas partes. La ración tiene que constar de un número considerable de unidades –de lo que sea- para que todos puedan comer. Va acompañada de pan –o piquitos- y un vaso lleno de tenedores. La ración siempre está hirviendo y el primero que come tiene prohibido confesar que sufre quemaduras en el cielo de la boca, hasta que al menos dos o tres personas más han padecido la misma abrasión. Aunque la ración es una unidad de medida (que se divide, respectivamente en media-ración y tapa), es imposible calibrar cuántas personas pueden comer a la vez. Eso, salvo que se trate de un guiri, porque todos los guiris piden una ración de boquerones en vinagre para una sola persona, que luego son incapaces de terminar.
Y es que, más allá de nuestros monumentos, la Rambla o el Sacromonte, de que prohíban los toros o los declaren de interés público, más allá de la Semana Santa, los Sanfermines, el fútbol o Raúl, el rasgo más extraordinariamente distintivo de este país y de la gente que de aquí se siente – nacidos en Estepona, Los Ángeles o Nueva York- es que fue concebido para estar alrededor de una mesa, sentados o preferiblemente de pie, con una caña (algo que tampoco existe en ningún otro lugar) y compartiendo mucho más que un plato de fritura, servilletas de papel o la cestita con el pan. Se trata de pagar a escote, donde todos ponen por igual, cada uno lo que tiene o un día invitas tú y la siguiente la pago yo. De convivir, por encima de vivir.
Eso, que no es la ración, sino una cosmovisión más generosa, más comunitaria o, simplemente, más arrimada de la existencia, es lo que nos hace distintos a otros lugares y otras gentes, lo que echamos de menos cuando estamos lejos y disfrutamos al regresar y, probablemente, la causa de que nos gusten tanto las croquetas.