Le quito el polvo a muchos de los textos que he ido acumulando y guardando con desorden sobre feminismo desde hace yo no sé cuánto. Según los saco de sus estanterías, los hojeo para ver si recuerdo bien qué decían. Voy dejándolos sobre la mesa, aunque los vuelvo a coger de una manera caótica según creo que los necesito.
Entre todos, hay artículos subrayados con lápiz rojo. Tienen marcas profundas y agarrotadas al principio y airosas al final, comenzadas con un pellizco y extendidas como un latigazo. Como un dolor de estómago, causado por la lectura. Hay de todo, aunque parece que algunos autores me causan debilidad. Amparo Rubiales, la contribución andaluza “de género” al Consejo de Estado, predomina.
En un artículo que publicó a principios de año, hablaba del neomachismo, como un arma misógina, casi un fenómeno social, que atacaba a la mujer, no desde la crítica a la igualdad de sexos, sino de las consecuencias de tal equiparación.
Que se haya prohibido discutir el dogma igualitario de hombres y mujeres, no es obra de esta autora. Pero lo grave es que, de un plumazo, de un articulazo, también nos cercene la reflexión -que hacemos tanto hombres hombres y mujeres- sobre las consecuencias de este igualitarismo indiscutible.
Critica a las personas que se lamentan de que el trabajo impide a muchas mujeres dar el periodo de lactancia completo a sus hijos. Yo no sé si la lactancia es positiva para un bebé. Quizá erróneamente, -qué sé yo- pienso que sólo una mujer puede dárselo amamantar a un bebé. Y que la configuración legal de las bajas por maternidad hace casi imposible que este periodo se complete adecuadamente. Y afirmo que este problema no se resuelve otorgando bajas de paternidad, por muy progres que sean, e incluso muy convenientes.
Esta discusión y el problema que encierra quedan sin afrontar y sin solucionar sólo por el sambenito que esta autora cuelga a las personas que se atreven a levantar el dedo contra el pensamiento único. Ella acusa de neomachismo. Y hace un daño que no sólo afecta al feminismo. Afecta a nuestro derecho de pensar, a nuestra cualidad de seres analíticos. A nuestra dignidad de feministas. De hombres y mujeres feministas.
Porque ahí estuvo la causa de mi enfado, que me hizo recuperar mis lecturas feministas. En que me han señalado con un dedo acusador. Cuando quería acompañar a una mujer a un acto feminista, me dijeron que no podía. Que un hombre no puede ser feminista -¡vergüenza del pene!- sino profeminista. Esas personas que hablan de los y las trabajadores y trabajadores. Esos que luchan y me dicen que yo no puedo luchar, que se reservan el feminismo como si fuera una denominación de origen que puedan explotar. Y ganarle algo.
Por eso, confuso e indignado, recupero textos que fui guardando cuando veía en mi madre y en otras grandes mujeres a una sociedad bastarda que las valoraba menos que a otros hombres.
Y, joder, he vuelto a comprobar que seguía en mis manos el libro de Poulain de la Barre sobre la igualdad de sexos, filósofo y revolucionario francés que marcó con esta obra el nacimiento del feminismo. Y era un hombre. Sigue en mis manos la intervención de John Stuart Mill en el parlamento inglés en 1886, la primera vez que se requirió solemnemente el voto femenino en un parlamento. Y la obra de Federico Engels, El origen de la familia, la propiedad privada y el estado en la que se afirma que no existirá comunismo hasta que el hombre y la mujer se trataran de igual a igual.
Y me he tenido que calmar. No soy neomachista por atreverme a pensar y dar mi opinión. Y puedo ser feminista.
Qué caray. Soy feminista, digan lo que digan. Orgulloso y admirado de las posibilidades conjuntas de hombres y mujeres. De la manera en que mi jefa resuelve los problemas, de su enfoque completamente diverso al mío, de la forma de razonar de mi madre, tan diferente. Orgulloso de que seamos tan diferentes y de que nadie nos impida que lo sigamos siendo.