El número tres de Hitler se llamaba Goebbels. Y bueno, Goebbels era un hombre muy nervioso y cuando escuchaba la palabra cultura echaba rápidamente mano de su revólver.
No importa lo que hiciera, él siempre pensaba que estaba en estado de gracia, aunque lo que tenía era un grave problema de control de sus impulsos y, bueno…la verdad es que yo no llegué a conocerlo mucho, por que esta historia, la Historia en general, es ardua tarea llevada a cabo con secreta rigurosidad y discreción profesional que impide ver la constancia, dedicación y el fuerte dolor de espaldas que el método de la erudición conlleva, y el lógico miedo que el orador como figura pública manifiesta ante el cogitus interruptus como lapsus sobrevenido ante la audiencia y que no sin justificación viene preocupando a los más excelsos ponentes de todas las disciplinas en sus más arriesgadas intervenciones.
Alexandr Isáevich Soljenitsin, excepto el día en que recibió el Premio Nobel de Literatura, nunca gozó del culto personal y del poder que en vida tuvo Goebbels. Pero tenía unos ojos fríos e infinitos, y en su mente el invierno informe y la noche siberiana habían adquirido dimensiones enormes y nocturnas que sólo las luces de los coches celulares policiales iluminaban desde las remotas noches moscovitas en las que una pesadilla sin límites evocaba las voces de vecinos que enmudecían heladas en sus gargantas aún antes de ser concebidas, sin atreverse a denunciar cómo sus conciudadanos eran arrinconados en infectos trasteros ante un silencio cómplice, un insoportable silencio estruendoso en el que a la acción de la policiía política del régimen respondía una conciencia histórica ciudadana que abdicaba en la espera y en la reflexión histórica como en una dialéctica fructífera con la que afrontar el futuro. “ Si al menos hubiesen gritado en el silencio de la noche, aquellos arrestos nunca…” Soljenitsin murió con los ojos fríos e infinitos, pensando que el Gulag era una remota abstracción que nunca debió haber ocurrido y que la gran deuda de la Historia como enseñanza no era el documento fehaciente de que había que salir de allí, sino la inexcusable acción de “salir con la mente intacta”.
Haroldo Conti no murió en su cama con los ojos abiertos como Soljenitsin, ni llegó a constiruir una gigantesca maquinaria de propaganda política como Goebbels, porque tuvo la mala suerte de publicar una carta abierta a la Junta Militar argentina justo en el momento en que Videla estaba tomando clases para aprender a leer el periódico…y cuando Videla mandó su guardia personal a casa de Conti para que éste la aprendiera cómo se hacía una hermenéutica de prensa, encontró a Conti sentado en una silla, esperándolo, consciente de que ya había labrado definitivamente su futuro y que nunca más se sabría nada de él, requerido como acababa de serlo por alquien que en un alarde lógico sin precedentes había confundido de forma inocente perpetuidad y talento personal.
Pero nosotros, que hemos alcanzado en poco tiempo cotas impensables; nosotros que hemos hechos de la historia al culto personal el culto de nuestra Historia, y a cuyo estudio hemos dedicado todos nuestros esfuerzos y nuestras horas de libertad; nosotros, comprometidos como estamos a restringir la arbitrariedad unipersonal, atentos como estamos sólo al oído de los discursos edificantes de aquellos que hacen de la arrogancia juvenil y de la apostura personal una apuesta de futuro. Y sabiendo, como sabemos, permanecer sentados en las confortables butacas de nuestras viviendas, sabríamos permanecer incólumes, joviales y seguros ante la guardia que un día nos prendiese. Y dueños de nuestro propio destino, con nuestros derechos plenamente consolidados y como dueños de nuestra propia historia, advertirles que “como súbditos de lesa majestad bien nos podrán apretar, mas no meternos prisas”.