La personas que más nos reímos no somos necesariamente las que menos derecho tengamos a hacerlo, pero sí probablemente las que tenemos menos motivos.
Wittgenstein llegó a preferir el suicidio a tomarse por un objeto más del mundo, y ciertamente sabía de qué hablaba cuando afirmaba esto. La fábula se viste de gala frente al espejo con su sombrero de chistera, y la verdadera dimensión del ser humano se forja entonces entre los límites que demarcan lo trágico y lo cómico. Verdad y mentira son nimiedades, que no sólo resultan conceptos vacíos, sino inmorales. El resto es el margen de intereses que juegan a favor de quien los maneja. Quizás otros escritos puedan leerse interlineados o con un aire alegre y festivo más llevadero, pero, a veces, toca vestirse de negro, no de pingüino como corresponde a otros, sino de luto, y los temas toman un cariz severo. Tiemblan ante los que podíamos denominar la gravedad del hecho.
Puede que alguien piense que no hay momento más solemne que ponerse frente al papel y dejarse previamente arrastrar por un miedo histérico o escénico. El temblor sería entonces el estado de gracia que permite concretar en algo. Y la escritura, así entendida, la materialización de un momento aislado, una variante más. Mientras que el temor habría sólo que actualizarlo, el temblor sería su estado fisiológico.
Normalmente ocurre el hecho contrario. Al menos, en mi caso ocurre así. Y no creo que esté hecho de un material diferente. Ya suelo temblar durante todo el día como para también tener que hacerlo frente al papel. Eso sería el colmo, pero además, una inversión cobarde que habría de justificarme inadecuadamente frente a cómo realmente ocurren las cosas. Así, mi conciencia atravesaría por la baranda de las convenciones más llevaderas. Sencillamente, estamos acostumbrados a aceptar que nos inviertan los hechos. Es eso simplemente…y nuestro acatamiento más servil en los sucesos. Para alguien que quiera pensar un poco en profundidad, lo que he dicho puede resultar escandaloso. Pero es cierto. Otra solución sería no pensar. Habría profesionales que se alegrarían bastante de ello.
No existe dimensión social en la que no representemos nuestros sueños. Pero el guión no siempre está completo. No existe mayor cinismo moral que desplazar en los demás los falsos presupuestos. Ciertamente aceptamos el papel de víctima y la encarnamos en la genial versión con especial talento. El temor entonces se instala en todos nuestros miembros. Una sociedad que comprendiera esto, que hiciera del escrito no el temblor y el miedo, sino el alma de arranque, el monumento, probablemente en su nueva sesión invirtiera las carencias, sembrara verdaderos asientos de respeto y no miedo. El absurdo también juega, pero juega por dentro.
La dignidad debería ser el punto de encuentro. Éste era el concepto que no se dejaba arrastrar a un juego de cristales para el viejo Wittgenstein. En ningún momento se hubiera dejado llevar como un objeto más. Antes muerto. Pero el temor, que sólo es un efecto secundario cuando aceptamos el juego, nos lo implantan con método certero. Jugamos otro juego. No el juego principal, sino el postrero. El juego subvertido de intereses ajenos. Donde nuestro deseo, jugado por terceros, lo traducimos en miedo, en sombra y en terror. Políticas del cieno.
Con sombras y temblor conforman nuestros sueños. Aquí sólo se trata de implantes duraderos. Implantes que asumimos como partes del sueldo. De un sueldo que invertimos en ser sus prisioneros. Hacemos la entrevista cuando estamos postrados. Postrados en el suelo. Silencio al desafío, y ése es nuestro granero. Así nos granjeamos la política del miedo. Del miedo y del temblor. También del desespero. Más tarde invertimos tan singular encuentro y vemos la película con singular acierto. Por Dios, decía Wittgen, para eso estar muerto. Tanto temor y temblor…y parecer un espectro. Nos hacen la política del vil sepulturero. Profanan nuestra hacienda y todos tan contentos.