Todos los sabios tienen algo de sociólogos. O, a lo mejor es que, como todos los problemas del ser humano sólo pueden afrontarse desde la perspectiva de una persona, incluso las teorías más científicas tienen un poquito de mejilla sonrosada de cuento Disney. Si hubiera otros animales -u otros seres, quizá extraterrestres- que estudiaran las fuerzas gravitatorias o los movimientos constantes de rozamiento cero, los resultados tendrían una pinta diferente. Para el caso es como el chiste de Jesulín, para el torero, todo es… como un toro. No le falta lógica -su lógica-, desde luego.
El mayor ejemplo de que la ciencia es como un cuento es aquello de la llegada del hombre a la Luna. La teoría de la relatividad podría ser simplemente el típico follón incomprensible de dos sujetos que se mueven a velocidades muy diferentes y tienen una percepción distinta del transcurso del tiempo y del espacio, aunque a ambos se les pueda relacionar a través de fórmulas complejas y una constante delta. Pero no lo es. En realidad se trata de un cuento, con su moraleja y su pizca de lógica. Vamos, que donde dice Einstein, bien podría decir Christian Andersen.
Anoche, en un agradable teatro acicalado de restaurante, disfruté con dos grandes amigos de Ronda -bueno, Josi es de Ronda y Salvi del Palo, que siempre me ha parecido una versión sofisticada de Arriate-. Aparecieron con unas compañeras de trabajo a quienes no había visto en mi vida. Dicharacheras, algo gritonas, diferentes entre sí y con los demás, con un cierto aire demodé que realmente escondía un fondo auténtico y genuino. Las chicas – madres, ellas- mostraban fotos de sus hijos, mediante fotos hechas con el móvil -ése arma de destrucción masiva-. Las conversaciones sobre la crisis global, posiciones éticas trascendentes, disfraces de tortuga ninja o de flamenco para el colegio, de contenido sexual o incluso fútbol, se mezclaban a voces. Aquél teatro, más que un restaurante, parecía la historia de una escalera. Éramos cuerpos diferentes, a velocidades distintas y desplazamientos incompatibles, pura teoría de la relatividad. Sin embargo, cosas de la ciencia, en algún momento, saltó la chispa -la constante delta, en términos científicos- que nos permitió, sin tener aparentemente nada en común, prolongar una cena irrepetible hasta las muchas de la madrugada de un miércoles cualquiera.
Días antes, arreglando el mundo con mi jefe, me hablaba de su teoría sobre la deriva negativa de la gente, en general. Con una cierta desgana no encuentra jóvenes con los valores éticos y los patrones de comportamiento que había a espuertas y en cualquier lugar en el pasado. La falta de compromiso, la irrelevancia generalizada, la desgana -la flojera, vamos- lo ponen muy nervioso. Se escudaba en que algunos de sus empleados podríamos ser sus hijos, para fundar una teoría de absolutismo escéptico. Del estilo pero al revés comentaban unos amigos en La Farola el sábado pasado. Uno de los que estaban clasificaba con el dedo a los que estábamos allí como “compañeros, medio-compañeros y nada” atendiendo exclusivamente a la edad del sujeto. La falta de compromiso, la narcotizadora desgana ahora no eran de los jóvenes, sino de los adultos.
Vaya follón, pues toda ciencia que se precie tiene que ser una chispa científica, y esto pasa por no contradecirse frontalmente en sus concepciones internas.
Quizá sí. Puede que estén tocando a las puertas de la ciencia-cuento de la relatividad, ellos y todas las personas con prejuicios. Quizá pronto descubran esa delta que les falta, para no juzgar, como buenos o malos, a los jóvenes por jóvenes ni a los viejos por lo propio.
Quizá les falte sólo una chispa. Habremos dado entonces un pequeño paso para el hombre, enorme para la humanidad.