El Puente de la Inmaculada es el preferido de todo el mundo para escaparse. Como es breve, permite viajes de última hora a los que irse sin avisar a nadie, y ahorra las despedidas de apretado abrazo y buenos deseos. Como es frío, o debe serlo, permite las escapadas a lugares insólitos o demasiado comunes en los que, por razón de soledad o populoso anonimato, eres un completo desconocido, un don nadie, que aprovecha para ponerse el gorro que a nadie le gusta en el trabajo o dejarse la perilla que tu novia no soporta.
Como en todos los viajes, hacer la maleta tiene su punto de ritual metódico que te sitúa, desde el principio, fuera de cualquier realidad. Por algún motivo, una camisa doblada con cuidado o unos zapatos bien colocados en el lateral, proporcionan un pequeño placer entre sublime y ridículo que nos hace mirar desde lejos nuestra maleta a cada nueva prenda que introducimos. Pareciera que observáramos una gran creación de la arquitectura, que se culmina con el sonido triunfal de la cremallera que se desliza y pone las cosas en su sitio.
Los viajes cortos además, no tienen melancolía. No nos acompaña el quebranto de los viajes para siempre, ni de los sitios a los que tardaré en volver o a los que quizás no vuelva. El paso decidido sin mirar atrás nos permite irnos mucho más lejos, mucho más allá, de donde probablemente estemos. Si uno se va con la cabeza puesta en lo que deja detrás, o acaba como la esposa de Lot huyendo de Sodoma, hecho una estatua de Sal, o como Orfeo, solo y sin Perséfone.
Por la posibilidad de escapar uno pasa horas e incluso días, con un cierto nerviosismo. Puede que desde antes de lo que a uno le está permitido. Pero qué más da. Este puente son unos pocos días.
Por esto, el Puente de Inmaculada nos ha venido este año tan escueto. Un simple y más que vigoroso día, un lunes, además. Para que nos vayamos todo lo más p’allá que existe, mucho más de lo que seríamos capaces si nos fuéramos de verdad. (Tampoco está la cosa como para irse mucho más tiempo).
Además, quizás al lugar no le vendrá mal que nos vayamos todos durante 72 largas horas. Quién sabe si se puede declarar un día del barbecho en España.
Falta le hace. Durante los últimos meses, en este país de ambiente enrarecido constante no hemos tenido nada más que noticias duras. Hemos abandonado nuestra industria y resbalamos peligrosamente hacia ninguna parte. Estamos más preocupados de por qué Esperanza Aguirre no sacó el disfrazó de Spiderman y derrotó a todos los malos en plan héroe (en lugar de tratar de huir y salvar la vida), que de combatir nuestra política de brazos caídos frente al paro, la resignación ante el cierre de las empresas grandes y pequeñitas, o los caprichos nacionalistas, más inoportunos que nunca.
Así que yo me voy a ir, del todo, durante estos dos días. Ahora bien, mientras doblo mi pantalón de pana con cuidado y me introduzco en el gorro que a nadie le gusta, no pienso en el viaje soñado, sino en el regreso ideal.
Cuando vuelva, habrá pasado mucho tiempo y la Constitución tendrá por lo menos 30 años. Habremos entendido que es un texto avanzado y moderno, que contiene los derechos por los que lucharon todos los que vinieron antes y que tenemos que luchar por conservarla. Sabremos que su conservación no pasa por ponernos a abrir las fosas de la Guerra Civil. Mi generación y la de mis padres saben ya que la rehabilitación de la memoria está en que los nietos de los que allí yacen nos hemos dado la oportunidad de construir un proyecto juntos. Entonces les preguntaremos a los políticos por qué no abren la fosa del Tribunal Constitucional, o la del Consejo General del Poder Judicial, o del abuso de poder de muchas administraciones. Todas esas fosas donde no hay perdón, ni rehabilitación, ni ná. Esas sí que huelen mal, pero nunca se abren. Ya tengo el gorro puesto. Me voy, ya veremos cuando vuelva, después del barbecho.