Los españoles, políticos o no, andamos reclamando el lugar que a España le corresponde en el contexto político internacional. Para la refundación del capitalismo o para la historia que sea. Hombre, que nos dé un arrebato de patriotismo y queramos creernos Felipe II, en cuyo imperio no se ponía el sol, tiene su lógica porque, en el fondo, todos tenemos nuestro corazoncito. Pero lo cierto es que, en estos eventos, las veces que hemos estado, siempre hemos terminado dando la nota, para mal. Al menos, en los que en mi opinión son los acontecimientos más trascendentes en el desarrollo de la sociedad internacional como la conocemos hoy, que son tres: la paz de Westfalia, en 1648, el Congreso de Viena, en 1815 y los acuerdos de paz de la II Guerra Mundial, entre los que podemos incluir Bretton Woods.
Como Paz de Westfalia se conoce el conjunto de tratados que pusieron fin a la Guerra de los 30 Años y que acabaron con el predominio Imperial Hispánico. Antes de aquellos acuerdos había muchos reinos, sometidos unos a otros de acuerdo con un complejo sistema de relaciones de poder. Todos eran reyes, pero unos más reyes que otros. A partir de entonces, a los estados se les consideró como soberanos e iguales entre sí. España perdió sus territorios en Holanda, además de muchos otros enclaves en favor de Francia algunas fechas después en los Pirineos. Pasó de ser la potencia a un actor secundario.
Casi dos siglos después se celebró el Congreso de Viena, tras la derrota de Napoleón, para volver a organizar el contexto internacional. Las ideas de la revolución francesa y las armas del Imperio Francés habían dejado todo manga por hombro. En teoría, la posición de España debía ser respetada, tras haber sido el primer rival que derrotó al Petit Caporal en nuestra Guerra de la Independencia. Sin embargo, la talla política del representante español, Don Pedro Gómez, Marqués de Labrador, que destacó entre los asistentes por su mediocridad, su arrogancia y su carácter caprichoso hasta el punto de que el primer ministro inglés se refirió a él como el hombre más imbécil que he visto en mi vida, marcó la actuación española frente a los austriacos (el gran motor del concierto de estados), Gran Bretaña, Prusia, Rusia (el Zar Alejandro era un majarón que se creía iluminado por Dios) e incluso Francia, el país que teóricamente había sido derrotado por España en la guerra. De hecho, para colmo, de aquí nació la Santa Alianza, una especie de OTAN para reprimir cualquier intento liberal que surgiera en Europa a favor de la locura del despotismo absoluto y, ¿a que no adivináis cual fue el único país en el que actuó antes de disolverse? Pues eso.
Después de la II Guerra Mundial se celebraron los acuerdos de Bretton Woods, una reunión en la que 44 países se pusieron de acuerdo en darle la razón al representante americano, White, y ninguno de ellos era España. Esta vez no es que saliéramos perdiendo, es que no salíamos.
Nuestra última gran hazaña (si quitamos los tiempos recientes de la foto de las Azores y las catástrofes de Moratinos), tuvo lugar hace ahora 33 años, cuando Marruecos se apoderó del Sahara Occidental, una zona que España administraba y que debía proteger hasta que fuera proclamada su independencia, como marca la Carta de Naciones Unidas. Entonces dejamos que Marruecos invadiera la zona y haya violado desde entonces todas las normas de derecho internacional habidas y por haber. Hemos tenido 33 años para deshacer aquel acto de cobardía que ha sumido en la miseria al pueblo saharaui, llegando hasta el punto de intentar convencerles para que renuncien al derecho de autodeterminación que les pertenece y que les ha reconocido la ONU, el Tribunal Internacional de Justicia y la Unión de Estados Africanos.
Ya ves, después de tres décadas de incapacidad para conducir nuestra política exterior, sumidos en una crisis que está acabando con el tejido laboral español pero, eso sí, con un sistema bancario “modelo”, vamos para Washington convencidos de que vamos a pasar a la Historia. Allá que vamos.