Leo con estupor en un medio informativo que el Ayuntamiento de Málaga tiene planes para aprovechar parte del caudal del Guadiaro por medio de un trasvase que venga a paliar las necesidades hídricas de la ciudad. Y lo que causa mi asombro, no es que se recurre a este río, ya que soy de los que creen que el agua es de todos, sino que se vuelva ahora la vista a esta vía fluvial del interior, durante décadas olvidada y dejada de la mano de Dios, que dicen precisamente en los pueblos que su curso jalonan.
Ha sido una constante la presencia de peces muertos en diferentes puntos de su cauce a causa de la anoxia (falta de oxígeno), diagnóstico que no sorprende a nadie sobre todo a la vecindad que contempla su penosa situación desde décadas atrás.
Pero si en algunos lugares se han encontrado peces muertos, están de enhorabuena porque eso es una señal inequívoca de que en él existían peces, cosa que no se puede decir desde mucho tiempo atrás, en otros tramos: los que van desde Ronda y el alto Guadiaro hasta los pueblos de Benaoján, Montejaque, Jimera de Libar y Cortes de la Frontera; en éstos, la población ictiológica dejó de existir desde hace bastante tiempo.
El Guadiaro languidece y arrastra la putrefacción de sus aguas desde poco más o menos el último tercio del pasado siglo, agravada ahora por la sequía tenaz. En este tiempo desapareció toda señal de vida y lo que fue un río de claras y abundantes aguas que incluso se podían beber sin riesgo, como ocurre ahora, de contraer una enfermedad por intoxicación irreversible.
No han sido pocas las protestas de los alcaldes de la zona, más de una vez encerrados en consistorios propios y ajenos, secundados masivamente por los respectivos pueblos, en justa reivindicación de un saneamiento integral de las maltratadas aguas mediante el recurso de depuradoras que atajen o palien el mal.
Es este un conflicto que, como incontable veces se ha expuesto, obstaculiza la plena incorporación de los pueblos guadiareños al tren del turismo de interior que tan buenos resultados están brindando en otras áreas limítrofes. Es inaceptable la deplorable situación del río Guadiaro, vía fluvial en la que todos hacen residir sus más conspicuas señas de identidad.
Las aguas limpias y hasta cristalinas del río permitían el baño en los numerosos “charcos” – el Azul, el Redondo, La Barranca, La Fresnadilla, el Túnez, las Buitreras… – desde las huertas de Ronda hasta Cortes de la Frontera, ya en los confines del Campo de Gibraltar. Generaciones de guadiareños aprendieron a nadar en sus frescas aguas y a dar las primeras zambullidas en medio de la algazara familiar que buscaba, en días de estío, el mejor lugar para sobrellevar la calina y de paso comer y beber en alegres y amistosos encuentros. El Guadiaro limpio, sano y atrayente divertía y recreaba. Unía. Pero eran otros tiempos, ya digo.
Luego vino el maleficio de la contaminación y la gente huyó del río como de un apestado. Y es que lo era – lo es – de verdad. Toda una trayectoria con marcado acento social, el significado de una enraizada tradición manifestada en la relación del pueblo con el río, se volatizó. Polución, podredumbre y mierda. Pero el ante el desastre comenzaron a alzarse voces. Los seis pueblos del Guadiaro instaron, aguijonearon a sus alcaldes para que hiciesen denunciantes de tamaño atentado medioambiental. Y surgieron las manifestaciones y las plataformas vindicativas. Nadie se amedrentó ni desanimó por el olvido de las administraciones, ni por las negligencias de responsables directos que dieron largas a la cuestión, ni por los retrasos en llevarse a cabo anunciados planes de saneamiento integral que nunca llegaban.
Entre todos lo mataron y él solo se murió. Ahora necesitan sus aguas putrefactas. Tendrán que resucitarlo antes.