El poder no se quiere porque sí. O tal vez sí. Pero en política para lo que se quiere es para llevar a cabo el proyecto de gobierno y gestión que se considera adecuado en cada momento. Imaginen el siguiente ejemplo: varios partidos que se presentan a unas elecciones, da igual cuáles sean, han confeccionado distintos programas de gobierno con los que intentarán gestionar los recursos de la ciudadanía y cuidar las vidas de sus ciudadanos. Cuando el proceso electoral acaba, uno de ellos se impone a los demás y tiene la ocasión de llevar a cabo sus ideas: tiene el poder. Por el contrario, los otros pasan a lo que conocemos como oposición, donde tienen la tarea de vigilar porque las acciones del que gobierna no se salten la ley ni supongan perjuicios para los gobernados, al mismo tiempo que contraponen su propio modelo de gestión al del gobernante, señalando otras posibles alternativas.
Hasta aquí no tenemos que hacer ningún sobreesfuerzo imaginativo. Es como deben ser las cosas, y es también a lo que estamos acostumbrados. Pero además estamos acostumbrados a otras situaciones que no deberían ser así: el partido de la oposición, durante todo su periplo de la legislatura, defiende a capa y espada su visión de la realidad, cómo ve las cosas y cómo conmina al gobierno a que las haga. Cuando pasado un tiempo, el opositor pasa a ser gobernante, ¡oh casualidad!, reniega de sus teorías y pasa a comportarse tal y como antes censuraba al otro.
Tenemos varios ejemplos recientes en el ayuntamiento de Ronda, donde quienes antes no hacían más que denunciar las cuentas públicas, ahora no abren la boca; donde quienes antes se quejaban por la falta de justificación para tantos cargos de confianza, ahora imitan a sus predecesores; donde quienes antes pedían transparencia, ahora sólo dan explicaciones a sus propios afiliados e ignoran al resto de los ciudadanos.
Salta a la vista, entonces, una falta de coherencia entre los postulados que se mantienen en una situación y los postulados que se defienden en otra. Esta falta de coherencia, que muchas veces se explica por la preeminencia para el que manda de sus propios intereses personales o partidistas, acaba por confundir al ciudadano, que se siente engañado y traicionado, concurriendo en un desencanto por la política que aleja al pueblo de la labor que debería serle propia, y que hace que aparezca una especie que se confunde con la del Político, con mayúsculas: la del vividor de la política, que se aprovecha de la desilusión y del hastío de los ciudadanos para vivir del espacio vital que éstos abandonan, abriendo aún más el hiato que separa a cada persona de sus deberes cívicos.
Sin exigencias de coherencia, lo mismo que sin libertad, lo mismo que sin equidad, lo mismo que sin capacidad de juzgar, la democracia cojea y se transfigura en algo a lo que ese nombre, democracia, le viene demasiado grande.