Opinión

La ética del ático

Manuel Giménez.

Creo que la suerte está sobrevalorada. Para empezar, no tiene que ser necesariamente buena. De hecho, suerte es una sucesión azarosa de acontecimientos para bien, o para mal. Como estamos a 1 de agosto y, dado que son las tres de la mañana, estoy en Madrid solo en casa no hay un alma en la ciudad porque todo el mundo está en el piso de mis vecinos riéndose a carcajadas, claramente sólo podemos hablar de la buena suerte. La fresca e inconfundible buena suerte.

La buena suerte, que se puede tener, se puede buscar e, incluso, se puede padecer.

Uno tiene buena suerte cuando la lleva dentro, por obra de la providencia o por la cuna –que es sin duda la mejor especie-.

La de la providencia suele estar bien, pero como obra de la fortuna, uno puede achacarle que funcione de manera caprichosa y aleatoria y, al fin, una mera ley de probabilidad.

Lo mismo te acompaña un día que te deja tres y, claro, es un riesgo con el que uno debe contar. Si confías en esta suerte, no debes tener miedo al fracaso.

Si la primera tiene un componente de probabilidad, la que suerte que se busca lo tiene de justicia. El trabajo, el ahínco o incluso la ansiedad en la búsqueda de un objetivo lo convierte quizás en algo más justo y lograrlo no es ya una sorpresa, sino el pago de un crédito. La suerte buscada con demasiada abnegación puede llegar a convertir el camino para conseguirla en un via crucis que no termine en alegría sino en alivio… o en infarto. Es una suerte tener, por ejemplo, un buen trabajo, una buena novia, pueden llegar a convertirse en una tortura si no reparamos en que casi todo en esta vida es relativo y nada empieza ni termina en un objetivo.

Y luego está la madre de las suertes, la de la cuna y el compadreo. La suerte que no es probabilística, ni justiciera, ni puñetera la falta que le hace. La que no conoce de crisis, de hipotecas ni de ahogos. Ésta que lo mismo te hace presidente de un equipo de fútbol que cacique en un pueblo, te lleva de vacaciones y te compra un perro. Es la suerte de verdad.

Porque no me imagino qué debe ser sino suerte que te toque un ático de 400.000 euros en el barrio del Niño Jesús en Madrid.

Probabilidad no era, porque sólo había un jugador y una papeleta. Tampoco fruto de la concienzuda persecución, pues sólo tuvo que pedirlo por la boquita.

¿ Qué era? Pues la criatura era hija del Rey, y entre todos le pusimos un pisito de medio kilo de euros. Luego lo y lo sacamos en el Hola! Y hasta se nos escapa una sonrisa cómplice al verlo.

¿Qué tiene en el fondo de suerte? Probablemente menos que de vergüenza. Que la niña necesite un piso, nadie lo duda. Pero no son formas. No al menos en un país donde no se puede uno comprar un piso con los frutos del trabajo de toda la vida. No para que la hija del Rey, una princesa que se encierra en su torreón, estrene ático en el centro. Curiosa cuestión el de la ética del ático.

Me traía el otro día un taxista y me comentaba que con dos años de su sueldo y una ayuda de su suegro, pagaron él y su señora el piso en que se casaron. Este no es un buen ejemplo de suerte, porque más que suerte es un milagro.

Al final, la suerte no está hacia fuera, sino hacia dentro. Cualquier cosa que hagas, bien mirada, bien querida, es una fuente de satisfacción que te hará sentir afortunado. Quiere lo que haces, aunque no hagas lo que quieres.

Aunque suerte, lo que se dice suerte, la de quienes hayan conseguir una entrada para la Goyesca por teléfono. Oh, afortunados.


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