Está claro que el hombre de la Prehistoria no tenía más que salir, por las noches despejadas, a la puerta de sus cavernas, para quedar extasiado (seguramente) en la contemplación de un cielo, tachonado de luces brillantes y parpadeantes, que excitarían sin duda su imaginación, cuando no su temor, miedo, respeto y adoración. Y así surgieron tantas historias y leyendas míticas, hasta hace pocos milenios o siglos, que ya pertenecen a las épocas de un gran desarrollo filosófico de la mente humana, aunque no tanto en las áreas científicas y tecnológicas.
Es más, no tenemos que remontarnos tan atrás en el tiempo, para comprender que quien miraba hacia arriba con cierta curiosidad, podía disfrutar de una visión espectacular: un cielo libre de contaminación atmosférica por humos y partículas industriales; un campo de observación oscuro y libre de cualquier tipo de contaminación lumínica, y unas ocupaciones habituales que permitían (o más bien obligaban) a las personas, a estar mucho tiempo, sin proponérselo siquiera, expuestos a dicha observación, al carecer de edificios altos, cuando no ni apenas techumbre que oculyaran el cielo, mientras realizaban tareas agrícolas o ganaderas.
Eso sucedía no hace mucho más de unos cincuenta años. Y si a eso añadimos que nuestros padre y abuelos tenían una mejor vista que tenemos en la actualidad («quemada» normalmente por tanto abusar (por obligación o sin ella) de la luz artificial y de las pantallas de televisión, ordenadores y móviles las 24 horas del día, está claro que la visión del cielo del común de los mortales, antes y ahora no tiene punto de comparación.
Contaminación física y lumínica
Como hemos apuntado anteriormente, la contaminación del cielo, en lo que a observación del mismo se refiere, puede ser de dos tipos, principalmente: por interposición de partículas sólidas, entre nuestros ojos y el objeto a observar, y por deslumbramiento producido por luces artificiales, innecesarias muchas veces, que dificultan o imposibilitan frecuentemente, distinguir los tenues rayos luminosas que nos llegan de olas estrellas, planetas, cometas, estrellas fugaces, y otros espectáculos con que nos obsequia un firmamento diáfano, limpio y transparente (oscuro, suele llamarse en el argot astronómico, pero que suele resultar incongruente limpio y transparente al neófito).
Y es el comúnmente llamado «progreso» el que tiene la culpa de toda esta contaminación de nuestros cielos y que tanto entorpece la observación del mismo en nuestros tiempos modernos: la industria, el comercio, el ocio nocturno, el transporte (de mercancías y de personas) terrestre, aéreo y marítimo, el ornato innecesario y excesivo de monumentos, autovías, calles y mansiones, etc., todo ello repercute en emanaciones de gases, humos y partículas mayores, al tiempo su iluminación (inadecuada y superflua, muchas veces), se refleja en dichas partículas, volviendo a nuestros ojos, cuando no, incidiendo directamente sus focos en nuestras pupilas.
Contaminación electromagnética
No sólo tenemos problemas los astrónomos (profesionales, aficionados o curiosos) para estudiar, observar o disfrutar del cielo, por las ya conocidas contaminaciones ambientales y luminosas, sino que, para colmo, la contaminación también puede ser en el campo electromagnético.
Sabido es que en la actualidad tenemos miles de satélites en órbita terrestre, a diferentes alturas (estacionarios o no), dedicados en el mejor de los casos, también a la observación del cosmos, pero en la mayoría de ellos, a la observación de la propia superficie terrestre (militares, de espionaje, de servicios de posicionamiento, etc.), así como de servicio de comunicaciones.
Y todo ello interfiere (aunque tratan de que así no sea, en el mejor de los casos, cuando no intencionadamente) en trabajo de los telescopios que trabajan en ese campo: los llamados radiotelescopios, a los que no les afecta la luz (pueden operar incluso de día), ni casi tampoco las partículas sólidas en suspensión; pero sí que pueden ser interferidos y anulados por ondas electromagnéticas procedentes de los objetos artificiales espaciales y terrestres antes citados.
Problemas para observar
¿Entonces, qué podemos hacer para observar el cielo?
Pues, si se trata de astrónomos aficionados o de simplemente curiosos; alejarnos de luce artificiales de ciudades, zonas industriales y grandes autovías, para montar nuestros equipos, desplazándonos a veces muchos kilómetros, allí donde el cielo esté más oscuro, aprovechando a la vez que el tiempo meteorológico lo permita, con lo que las «ventanas» útiles y favorables que nos quedan, pueden ser escasas y dificultosas.
Por otra parte, si se trata de profesionales, pues ya sabemos: la solución es lanzar al espacio un telescopio (óptico o de otro espectro electromagnético no visible) y así, fuera de la contaminada atmósfera y lejos de la iluminada superficie terrestres, poder «ver» (transmitir a la Tierra) las imágenes y o señales captadas desde el espacio. Al tiempo que contribuyen (una vez más) en la contaminación física, lumínica y electromagnética de nuestros cielos.
Difícil conjugar entonces, la observación a ojo y la tecnológica, en nuestros días.