Ya falta poco, poquísimo. Veremos si por fin esta vez Ronda tiene suerte con los rondeños y la votación pone en el Sillón a un grupo responsable y comprometido, con la suficiente sensibilidad y apasionado por nuestra ciudad. Ojalá, porque la pobre no puede más. Ya ha sufrido mucha agresiones y olvidos.
Como está tan cerca la votación voy a intentar evadirme un poco para no complicar la reflexión de nadie y vuelvo otra vez a mis años mozos y mi actividad “política” de entonces que, por razones evidentes, no era demasiado intensa. Les contaré una anécdota, seguramente intranscendente para casi todos, que fue muy importante para mí. Cortita para no quitarles mucho tiempo y que les deje ocasión para meditar sobre nuestro pueblo.
Mi padre, ya lo he dicho en algún relato anterior, era militar. Lo fue casi toda su vida desde que, muy jovencito, participó en la Guerra por principios y necesidad, como tantísimos españoles. Afortunadamente para él lo hizo en el lado que, al final, resultó vencedor y como tantos compañeros suyos tenía debilidad con Franco, lo defendió siempre a capa y espada. Solía decir que resultaba muy difícil sostenerle la mirada, que tenía una mirada irresistible.
Vivíamos en Sevilla, en una barriada militar con chalecitos de dos plantas, cuarteles y las instalaciones del Club Militar de Natación Pineda. Corría el mes de junio del sesenta y ocho, un año muy significado por los movimientos estudiantiles en Francia que contagiaron a buena parte de Europa, entre otros al nuestro donde los estudiantes nos habíamos vuelto un tanto revoltosos.
En ese club se habían realizado obras de reforma de importancia que lo habían remozado de forma notable. Estaba previsto que Franco las visitase aprovechando el viaje que iba a realizar a Sevilla para inaugurar un conjunto de obras públicas entre las que destacaban un puente sobre el Guadalquivir y el inicio de la autovía a Cádiz.
Tres amigos que vivíamos allí formábamos la pandilla del momento. Los tres un tanto inquietos y deseosos de cambio. Como gozábamos de bastante libertad en las instalaciones del club y nos movíamos sin cortapisas por todo el recinto, pensamos buscar un buen sitio en el recorrido que se suponía haría la comitiva inaugural para intentar ver desde muy cerca a Franco. Encontramos uno interesante en un cruce de dos paseos que bordeaban los parterres ajardinados. Era fácil llegar hasta allí por varios lados y salir pitando si no había más remedio.
Teníamos intención de comprobar de cerca si esa mirada que nuestros padres consideraban tan irresistible lo era. Quedamos con tiempo suficiente para estar dentro del club mucho antes de que todo quedara cerrado por las fuerzas de seguridad. Aunque viviésemos en una barriada militar las medidas de seguridad que se aplicaban en las visitas del Jefe del Estado eran rigurosísimas y allí también se desplegaban.
Arregladito para estar a juego con el acontecimiento me despedí de mi padre, le dije que íbamos a intentar mirar a los ojos de su gran jefe para comprobar la fuerza de aquella mirada. Le pareció muy bien. Nos apostamos a poca distancia del punto que habíamos escogido para nuestra acción y esperamos la llegada de la comitiva para ocuparlo en cuanto se acercaran.
Ya venían. Franco al frente y en el centro, rodeado por personajes muy serios, muchos uniformes y distinciones. Bordeando este grupo de cabecera iba su guardia personal, unos sargentones macizos y casi más anchos que altos cubiertos con unas boinas rojas.
Nos pusimos los tres en el cruce, yo en el centro (como el más inconsciente) y mis amigos uno a cada lado. Los nervios nos comían y no dejábamos de temblar. Estábamos cortando el paso al grupo y, cuando faltaban menos de diez metros para que llegaran hasta nosotros, descubrí con terror que me había quedado solo. Concentré mi mirada en la cara de Franco para ver si podía comprobar esa fuerza que emanaba de aquellos ojos. Me abstraje de todo y mi visión se convirtió en un túnel que no distinguía nada fuera de aquel rostro.
No nos separaban ya más de cinco pasos cuando algo blanco se movió hacía mi cara. Recibí un golpe brutal con el dorso de una mano enguantada, la de uno de aquellos sargentones, que me lanzó fuera del camino cayendo entre las flores. Me quedé aturdido y nadie me prestó la menor atención.
Pasada la comitiva aparecieron mis “amigos”. Se disculparon como pudieron y me ayudaron a componerme. Nos refugiamos en un rincón y cuando casi todo el mundo se había ido nosotros hicimos lo mismo.
Al llegar a casa mi padre, con cierta ansiedad, me preguntó si había podido mirarle a los ojos y qué me había parecido aquella mirada.
Irresistible, papá. Irresistible. Le contesté.
Pedro Enrique Santos Buendía.
Juan Manuel
Patético.
Gemma
Y del Sr. Barros se acuerda…, jajaja
pedro enrique santos buendía
Estimado Sr. Manuel, D. Juan, muchas gracias por su comentario del que se puede inferir que me leyó y quedó impresionado profundamente, conmoviéndolo. La verdad es que es una sencilla anécdota bastante añeja pero que fue muy significativa para mí. Con la misma emotividad le dedico igual epíteto: patético.
Dña Gemma, no alcanzo a comprender su comentario, tal vez sea demasiado profundo para mis entendederas, pero se lo agradezco igualmente.
Les pido perdón a ambos por el retraso en hacerme eco de sus respuestas, he vuelto a ver mi pensamiento por pura casualidad (pensé que ya nadie enviaba respuestas a las opiniones publicadas).