Con el paso del tiempo es sano recordar la infancia, sin duda, la época más bonita de la vida, intentar recordar cada momento que quedó plasmado en nuestra memoria, si vamos aún más allá, es necesario recordar el fondo de esos momentos, es decir, su paisaje.
El paisaje de mi infancia tuvo nombre, el paisaje de mi infancia son las ramas de una brevera cayendo por encima de una vieja verja, son juegos de bandoleros bajo la blanca peña que preside el lugar, a modo de torre vigía, son algarrobas del parque y vinagrillos del arroyo.
Hablar del paisaje de mi infancia es hacerlo de bermeja tierra cayendo en brusca pendiente en busca del arroyo, es hacerlo de la deslumbrante cal, el paisaje de mi infancia es un buche de vinagre, es una vieja persiana de cañizo tras un viejo portón y, por supuesto, son bancales cayendo sobre un arroyo.
El paisaje de mi infancia es el sonido de las ramas al romper contra el hierro, es la suave llamada al almuerzo, es un higuerón sobre un tajo, es el tajo de las letras, es el dulce sabor enredado y, por supuesto, son mis abuelos.
Todo ello, y mucho más, fue el paisaje de mi infancia, eso que nunca volverá, eso que ya no existe o, al menos, no de la misma manera en que existió, todo ese paisaje tuvo un nombre, Atajate.