Pocas certezas hay al respecto de lo que vaya a suceder en las generales. Se pueden intuir cosas, como que el PP parece que será el partido más votado o que el PSOE, gracias a la campaña mediática final, podría ser el segundo (esto es menos seguro), algo que sería una perogrullada hace cuatro años, pero que esta vez hay que resaltar.
El cambio está ahí ya y no es poca cosa, aunque algunos no nos conformemos. La política está en la calle. Se elaboran rocambolescas teorías sobre el contrato único de Ciudadanos, se habla de los agentes sociales que tanto han sacado a la luz los militantes de Podemos, hay quinielas, matemáticas y combinaciones imposibles.
Hay desgaste en esas palabras y mucho hartazgo, pero también está la ilusión que muchos tienen de ser partícipes de una nueva nación. Los partidos tradicionales cada vez representan a menos españoles, se han alejado de los votantes. Bien es cierto que quedan reductos, pero la gente ya no tiene tan claro eso de que el PP es el único capaz de gestionar la economía de España o lo de que el PSOE defiende a las clases medias y bajas.
Una nueva transición se avecina, o quizás es la misma. Cada uno cierra el ciclo cuando quiere, algunos lo hicieron con la aprobación de la Constitución, otros con el 23F, la gran mayoría con la elección de González… Pero cuando de verdad una democracia es madura, es cuando sus ciudadanos son valientes para no dejarse llevar por el miedo y votar nuevas alternativas, más allá de los partidos tradicionales que prometen ser los únicos garantes del orden y el progreso.
La gente compara ahora, se acuerda de Suárez y de Carrillo. Ellos, desde mundos totalmente opuestos, fueron capaces de llegar a acuerdos y de saber entenderse. Es el momento de volver a centrarnos más en lo que nos separa que en lo que nos diferencia.
