La tragedia que ha golpeado a París a manos de fanáticos y desalmados terroristas ha conmocionado no solo a la bella ciudad del Sena sino a buena parte de Europa. El ataque yihadista abatiendo a sangre fría a más de un centenar de ciudadanos inocentes (entre ellos algunos españoles), a los que hicieron blanco de su ofuscación y alevosía nos ha sumido a todos en la indignación y, por qué no decirlo, en el temor de que otras ciudades europeas sean blanco de la ira desatada de estos grupos de exaltados por ahora irreductibles.
Pero París y Francia en su conjunto, abatida por el terror más despiadado, ha sabido también dar un ejemplo de entereza al mundo. No se han amilanado los franceses y después de la cruel matanza salieron a la calle para honrar a sus muertos salvajemente aniquilados. Están dando pruebas de no temer la iniquidad de sus asaltantes y de que, unidos, pueden acabar con ellos en justa replesalia.
“Estamos en guerra con el Estado Islámico”,afirmó rotundamente el presidente de la República Francesa,François Hollande, en el Parlamento que reunía las dos cámaras legislativas días atrás después del fatídico desenlace, como final de su arenga. Acto seguido se entonó, como saben, el himno nacional, que a más de uno nos puso los pelos de punta y el temblor en los labios: “Allons enfants de la Patrie,/ le jour de gloria est arrivé/ Contre nous de la tyrannie/,l´etandard sanglant est levé./¿Entendez-vous dans les compagnes /mugir ces feroces soldats? Bien, admitamos que el himno responde a la necesidad imperiosa de contrarrestar el ímpetu de cualquier ejército invasor como han señalado algunos entendidos pusilánimes; pero la invasión puede entenderse también cuando los que invaden son grupos minúsculos que igualmente atentan contra la vida de los ciudadanos. Así que aplaudimos que se entonara la Marsellesa; pero sobre todo porque cerraba en el momento un acto con alto significado: la unión de todos los políticos, independientemente de ideologías y sentimientos partidistas, para expresar su repulsa y el apoyo a la más alta autoridad del Estado. Lástima que a nosotros nos resulte imposible entonar el nuestro por la inconcebible realidad de que nadie se ha ocupado de ponerle letra, algo insólito en el resto del mundo.
Amiración no exenta de sana envidia es lo que uno siente por este comportamiento ejemplar de de los representantes de la política gala. Se pregunta uno si en parecidas circunstancias nuestros políticos habrían reaccionado de la misma manera. Teme uno que no; ya hay muestras de lo contrario a lo largo de nuestra historia reciente. Cada uno va por su lado aún cuando peligre la integridad de todos.