Perdieron su rango tanto una como otra. La plaza y la calle principal de los pueblos del interior malagueño perdieron sus atributos a medida que se buscaba sitio en las zonas colindantes, casi siempre terrenos de labrantíos y tierras de pan llevar, para acomodar a una población que como ley de vida crecía paulatinamente. En detrimento de su peculiaridad cedieron la importancia que habían mantenido durante siglos a los lugares del alrededor erigidos en zonas más idóneas para ensanche y el asentamiento de edificios públicos y privados de nueva factura.
La plaza fue siempre lugar obligado de reunión para la vecindad tanto en días de trabajo (antes de partir para la ocupación diaria, ya fuese a las heredades próximas, ya al regreso de ellas), sobre todo en las festividades. Desde las primeras a horas del día por la proximidad del horno un grato grato olorcillo a pan caliente se expandía por sus cuatro costados, al que pronto se unían los efluvios de los churros provocados por la modesta industria familiar de turno que sacaba sus trebejos a la calle y a los que los más madrugadores acudían como moscas a la miel.¡ Ay, aquéllos churros de María, la Tejeringuera, de mi Benaoján natal, que mi madre me llevaba, solícita, y que se me antojaban ruedas tan enormes como apetitosas!
En la plaza se levantaban edificios tanto de índole civil – el Ayuntamiento -, como religioso – la Iglesia- amén de otros destinados a satisfacer las horas de ocio de la vecindad, como fondas y bares, algunos de estos llamados pomposamente `casinos´, aunque solo hubiese cuatro mesas despintadas y comidas la superficie por las quemadura de los cigarrillos de los tertulianos. Tampoco era raro que ocupara un lugar preeminente una sucursal del antiguo Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Ronda, que con los nuevos tiempo puso pies en polvorosa buscando acomodo en otros lugares más propicios.
Así que entre los que venían a resolver sus cuitas en el Consistorio, como los que querían solazarse jugando al dominó o al julepe entre trago y trago de vinillo peleón, a lo que había que sumar el tumulto de los niños que buscaban amplitud para sus juegos y correrías, la plaza era un lugar de estancia y tránsito que contrastaba con la quietud del resto de las calles, sumidas en el sopor ya fuese del medio día o atardecer.
La calle principal, así llamada pomposamente por sus moradores aunque muy poco difería en anchura y longitud con otras del pueblo en cuestión, acogía las viviendas de los vecinos más pudientes y era la elegida – faltaría más – por el cacique o el hacendado de turno, o bien para instalarse el cuartel de la Guardia Civil o la del médico de lugar, que los centros de salud eran pura entelequia.
Era esta calle la única del pueblo en la que las noches de verano – durante las horas del día se mostraba vacía y silenciosa – convertía en un hervidero humano. Callejeaban parejas de novios amartelados y acicaladas mocitas de buen ver que intercambiaban miradas escurridizas entre risitas disimuladas con los posibles mozalbetes que las rondaban. Las amas de casas se arrellanaban en los escalones de las viviendas buscando el refrescante airecillo que a altas horas de la noche se resbalaba perezoso de las alturas circundantes.
”Tomar el fresco” era una costumbre inveterada que se perdió con el tiempo, en parte porque buena parte de la población basculó hacia las afueras. Como lo hicieron bares, tabernas y tiendas, dejando la plaza y la calle principal mustia y desarbolada de viandantes.
Languidecen así lugares que gozaron de bulla y esplendor. Ni huellas quedan de su pasado y mustias son solo sombra de lo que fueron. Lo que no impide que pasear por ellas sea una una distracción placentera, siquiera sea para añorar tiempos perdidos para siempre: en la calle principal y en la plaza del pueblo no somos pocos los que vimos transcurrir muchas horas de nuestra existencia.