Como anda la cosa, que haya indignados es normal: la tropa está hasta las ingles de ver cómo pierde el piso, la mandan al paro o la majan a palos por recordar que mucha Constitución, mucha ONU y más fresbankin, pero que a la hora de la verdad sigue habiendo pobres de los de Dickens, miserias al estilo Casas Viejas y hambres a lo Numancia, y todo sin que el mandarinato que gobierna el mundo deje de mear urea pura de tantas estrellas Michelin como se jala.
Alguien tenía que decir a ritmo de batuca que las octogenarias se quedan en la calle porque avalaron la hipoteca de sus hijos cincuentones y ahora, faltaría más, el banco tira de lo que más a mano tiene, o sea, del piso y los ahorros.
Urgía denunciar los excesos de un sistema que o bien cambiamos o nos manda al carajo por las barrancas de Esparta. Un modelo económico que sobrevive gracias a la explotación más atroz, heredero de los mismos que apiolaban al personal que osaba censurar aquellas jornadas de doce, catorce y dieciséis horas, las mismas que chapan los chinos que no son ricos ni comunistas del dólar… ahorita mismo.
Los miramos con desdén y los motejamos de perroflautas porque se encaran con los barandas visa d’or del chiringo político y judicial, a la par que se engallan con la elite económica que nos hizo siervos perpetuos de la entidad financiera que apañó el crédito a sabiendas de que no podríamos pagar la hipoteca a poco que el euribor se disparase. Amueblar el piso, igualarse los piños, ponerse pechos a lo Petaky o tirar de buga tope de gama iba en el precio fijado por el tasador que juró —por mis niños— que el piso era un chollo, la adosada una ganga y el chalecito pijoguay toda una señora inversión. Y ya ves, el euríbor levitando sobre las aguas del Tiberíades. Y si no que se lo digan a los miles que perdieron las casas y el curro. Vamos, que lo raro sería que con la que está cayendo y lo crudito que se lo llevan los bancos —y las canonjías con que se pensionan los ex de las cajas— no les demos collejas al paso alegre de la ruina.
Mi respeto, pues, a tanto personaje limpio como hay en el Colectivo Indignado. Sin embargo, también se ven membrillos que pontifican sobre economía como podrían hacerlo del fletán.
Conecto la radio. Escucho las propuestas de uno de ellos. ¿Qué se te ocurre para acabar con la pobreza?, pregunta el entrevistador. ¡Vender las joyas de la Iglesia y con lo que se saque nos apañamos!, responde el indignado. Sin pensárselo. Con un par. Aquí, en cuanto nos ponen un micro, la tomamos con las iglesias, quemamos los conventos, arreamos al cura y asunto resuelto.
Perdido andaba aquel mozuelo de treinta y muchos años, se supone que devorador de la menestra de mami. Desazón y hartazgo se metieron en mí. Cómo explicarle que los bienes son más o menos valiosos en función de su escasez. Cómo decirle que el dinero es precioso precisamente porque hay poco y que cuando hay más del necesario pierde valor. Inflación que explicada a la tremenda no es más que esto: los precios suben y los pobres necesitarán un euro y medio o dos para tomarse el tubo de cerveza que antes les costaba uno. Con el pan, el petróleo, la leche y los huevos, pues ídem.
Partiendo de un ejemplo tan primario, sólo le estoy anticipando algo de lo que sucedería si la Iglesia pusiese en el mercado eso que él tan alegremente llama “joyas”. Él, en su ignorancia de niño menestra, ya veía las “riquezas” de Roma convertidas en “pan” para los pobres… Y se equivocaba. Lo uniquito que le faltaba al sistema económico, como está el panorama, es que al Papa le diera por vaciar las vitrinas para inundarnos de zurbaranes y platas doradas. El mundo, la Bolsa y hasta los cajeros automáticos se vendrían abajo, porque lo que era valioso por ser escaso dejó de serlo y perdió su valor. Y como en ese río oscuro de la inflación siempre se ahogan los pobres, lo mejor será que el oro de Roma siga inmovilizado en los museos.
Dicho esto, si de verdad quieren soluciones inmediatas y remedios que surtan efecto al instante, ¿por qué no montan las jaimas a las puertas del ayuntamiento —en Ronda o donde sea— y exigen que la pasta de la iluminación navideña se dedique, por ejemplo, a llenar las despensas de Cáritas y Cruz Roja? Y como eso, todo. Después, ya puestos, que la pillen con el pastón que nos gastamos en caretas, pelucas, capirotes de bruja y colmillos cuando llega el Jálogüin que cambió a nuestros castizos difuntos por los fiambres de la Matanza de Texas… ¿Seguimos con la cabalgata de feria y los copetines del protocolo? ¿Hablamos de las indemnizaciones que se levantan los prebostes de la gran banca? Hay tanto de donde tirar antes de okupar la Capilla Sixtina… Pero, claro, eso obliga a pensar. Y pensar fatiga. Y la fatiga nos lleva a la menestra de mami. Gratis y por el morro.