Los edificios se saben de carrerilla la historia de los pueblos que los habitan. La graban en sus rocas a fuer de frío y calores, de temporales, golpes y encalados, hasta que tienen un color y sobre todo un olor que nada más los viejos del lugar pueden entender.
Pero lo que los viejos recuerdan, lo que entienden, no es la historia del edificio, sino la suya propia y la de su pueblo.
De los doscientos años largos de piedra escarbada en las columnas de la plaza de toros, del olor de los tendidos, que huelen a mujer arreglada para la fiesta, loción de afeitado y Tío Pepe derramado, del ruidito del viento al pasearse por las balaustradas y los cuerpos quietos de los asistentes sólo interrumpido por el clarinete, de la sombra del toro sobre el albero, se lee como en un libro la historia de todos nosotros. Pero yo aún no sé leer.
Por eso, más que de toreo, ese arte entre bárbaro y poderoso, entre anacrónico y solemne, entre brutal y heroico, en la Goyesca estuve aprendiendo a tener memoria, mientras escuchaba a mi abuelo como el niño al que leen El Principito por primera vez y sólo es capaz de señalar los dibujos con el dedo.
Llegamos a la Plaza confundidos entre los paganos que desfilan con pasos cortos y expectantes a la entrada; los mismos pasos cortos y satisfechos, cansados, inspirados o indignados de la muchedumbre a la salida. Puerta 1, sol y sombra, allí nos sentaron.
Donde yo no veía más que un torero, no oía más que música y no olía más que el perfume de la esposa de un embajador suramericano que parecía salido de un gobierno de Artemio Cruz, había muchas más cosas. Para empezar, la Historia de mi pueblo, y la fuente de mi memoria, de mis maneras y mis manías.
Al primer toro, Julian López lo mece y educa vestido de Antonio Ordóñez. Gozan los entendidos, apreciamos los demás. Decía vestido de Ordóñez, y yo no lo sabía. Tampoco sabía que Ordóñez era la soledad en el ruedo, la altiva lejanía de su cuadrilla. Me lo recita mi abuelo y de memoria recuerda el cartel de la primera goyesca: Cayetano, Girón y Bienvenida. Eso sí, Bienvenida padre. No tengo ni idea de quién sea el hijo, y menos el padre. Con el cambio de tercio me habla de la muerte de Antonio Ordóñez, cuando lo enterraron en chiqueros. De cómo se distinguía a aquellos que fueron a despedirle: la chaquetilla corta y el sombrero de huaso para los hijos de la fiesta, con chamarreta para el frío que baja de la Sierra los demás. Me temo que lo lea en el albero, en las bancas repletas, que se lo cuenten los abanicos que agitan las manos para la calor, y también la calor. Yo no me entero de nada.
Del segundo astado recita de memoria la vestimenta: supongamos que jabonero capirote. Manzanares hijo recibe. Tras una corta suerte con el capote, la primera figura da pases con la muleta que una columna bicentenaria no me deja ver. Rebajo con Tío Pepe y me mira de reojo. Mi abuelo, no el toro. Sonríe y comenta sobre mi gusto por el vino. Como a él – me dice – cuando su padre, mi bisabuelo, le sorprendió, aún imberbe, borracho a la puerta de su casa.
El vino, que pasen cincuenta años, une generaciones distantes por la vía de temor reverencial, mareos, aliento aguardientoso y voz cazallera del jóven insolente plantado ante sus mayores. Esos que un día hicieron lo mismo frente a los suyos. Porque a su padre, ése del que mi abuelo habla, también le gustaba beber Diamante con la tapita de salmonetes de El Cortijillo. Y de alguien se escondía, seguro.
Cuando Cayetano espera al tercer toro, la afición le recibe enardecida. Mi abuelo, cruzado de brazos, se dirige a Juan Harillo, repartiendo su tiempo por igual entre las críticas a la presidencia y los elogios a las damas goyescas. Por entre ellas, trata de buscar a su nieta mayor, fijando en el palco el objetivo de su cámara digital rudimentaria. Como se queda sin batería, me mira y hablamos de política. No de política, de Franco. O lo que él entendía que era Franco. Cuando en el setenticinco se muere el dictador, mi abuelo le preguntó a su padre qué era aquello del comunismo, esas ideas novedosas de las que se empezaba a hablar en la fárica de chacina donde trabajaban. “El comunismo -le contestó- lo que hemos tenido hasta ahora. Un réimen que a los señoritos del Casino los puso a trabajar”. Yo no sé si me creo que lo dijera, pero me gusta la historia. Como me gusta saber las historias de los aparceros, de los tratos buenos, las yeguas tordas, los buenos y malos momentos que pasó en su vida. De sus amigos -de los que fueron y los que son, los que viven y los que no-. La memoria de ver la vida apoyado en una azada, pergeñado con el cuchillo de la matanza y la chaira, a las seis de la mañana. La memoria del tiempo escuchar a la dehesa y observar a sus pobladores, salidos de una novela de Delibes, de una misa de requiem de Sender. Como en un mapa, miro las manos del matarife, sus cicatrices como flechas que indica hacia una experiencia valiosa de donde debo aprender.
Las piedras de la plaza también hablan de la historia con minúsculas. Del abuelo de cada uno. Del que fue a los escolapios o el que nunca fue a la escuela. De los que vinieron de lejos y los que tuvieron que irse. De los que tuvieron los huevos de emigrar, los mismos que hicieron falta para quedarse. De los del movimiento y los exiliados.
Al cuarto toro le dieron la vuelta al ruedo. Vino el quinto, el sexto y dos sobreros. Allí seguíamos. nosotros, hablando a ratos, contemplando esa lucha desigual perpetua entre el matador y la leyenda. Del toreo, si grandeza o indiferencia, si vergüenza u orgullo. Del torero, que se enfrenta a la piedra, doscientos años callada. Y a nosotros, espectadores, que aún no hemos aprendido a leer. Que somos herederos y testigos de la Historia y nuestra historia. Que somos hijos de caballeros, los mismos de entonces, aunque no seamos los mismos.