Mucho antes de distinguirse como el pueblo chacinero por excelencia no sólo de la comarca de Ronda sino de la provincia de Málaga, la comarca rondeña alcanzó nombradía por la cantidad de molinos harineros inscriptos en su demarcación municipal. O sea, que antes de venir aquí por chorizos se venía por harina o a traer el trigo para la molienda. Un ir y venir que animó caminos, senderos y trochas con recuas de mulos y de ganapanes guiándolos dando pie a su paso de aguaduchos, ventas y tabucos que aliviaban de la sed, el frío o los ardores de la canícula.
Los molinos, que todavía ofrecen su silueta a excursionistas y senderistas, aunque visiblemente ruinosa, a excepción de los que fueron restaurados para dar cabida a otros menesteres más lucrativos, hundes sus raíces en la aceña árabe o molino de rueda vertical, movida por su parte posterior mediante un salto de agua. Estas ruedas o muelas trituradoras del grano son los elementos que aún persisten ya sea en los edificios medio derruidos de la antigua industria, ya como motivo ornamental en los que fueron remozados con la vista puesta en el turismo.
Hasta media docena d e estos molinos hidráulicos coexistieron en Benaoján hasta los primeros años del siglo XX; a saber, el de Diego el Retorneao, en el Nacimiento; el de la Molineta, a la altura la que el río Guadiaro busca precipitarse entre huertas al charco del Túnel; el de Guillermo Montes, a los pies de la carretera que hoy conduce hasta Ronda; el de las Cuatro Parás, en el antiguo caminillo pedregoso que conducía hasta la Dehesilla y la cueva del Gato, y en las proximidades de la estación de Renfe, el de los Sánchez, junto a la Fábrica de la Luz y el del Santo. Éste último transformado en un vistoso hotel y restaurante, digno de figurar en la Guía Michelín, de una arquitectura popular que respeta la del entorno y destaca por su inmersión en el paisaje circundante.
Le proliferación de molinos maquileros respondían a una necesidad de sobrevivir en un medio pobre por naturaleza y, aunque con dificultades, superaron la crisis económica que precedió y siguió a la Guerra Civil del 36. Precisamente fue en la década de los 40 y la siguiente cuando pese a las imposiciones férreas de la Fiscalía de Tasas y el Servicio Nacional del Trigo de corte franquista cuando recobraron un vigor inusitado. Se clausuraron molinos pero la ley se infringió sistemáticamente. El aumento espectacular de la demanda en los llamados “años del hambre” a remolque de la necesidad acuciante de obtener harina para elaborar pan subió la “maquila”, precio que se pagaba por cada kilo de trigo molido, hasta una 50 por ciento. Fueron años turbios para esta incipiente industria harinera. Inspecciones, autorizaciones fraudulentas, delaciones y chantajes estaban al cabo del día.
Normalizada la situación de los molinos en cuanto a su reapertura, aunque sometidos a control estatal, en los años 60, coincidiendo con el fin de la política de intervencionismo comenzó su declive. Las fábricas de harinas creadas con las bendiciones del régimen fueron su puntilla. El amasado casero, predominante hasta entonces se extinguió prácticamente. El campo empieza a ser considerado poco rentable, en su lugar las instalaciones ganaderas tomaron bríos y su preponderancia económica ha llegado hasta nuestros días.
Hay que considerar, sin embargo, que detrás de la decadencia del molino harinero, cuenta, y en gran medida la sangría emigratoria de la mediación del siglo. La aparición de la maquinaría en los cortijos acabaron con la relación de hacendados y braseros; éstos últimos decidieron buscar nuevos horizontes de vida y un modo de vida sempiterno hasta entonces languideció hasta casi desaparecer del todo. Los cortijos como animación de un paisaje rural y círculo económico y social cerrado saltó por los aires. Y con ellos, los molinos. Dejaron de ser atractivos y fenecieron. Se perdió para siempre la figura del “maestro molino” de tanto arraigo en la zona y que conocía todos los secretos de una industria que hoy sólo permanecería en el recuerdo de los más viejos si no fuera por la permanencia de sus arruinadas instalaciones. Reliquias exánimes de un pasado floreciente y una tecnología y forma de vida que ya no puede sino ser sustrato de una cultura tradicional que convendría no olvidar o echar en saco roto.