Con la precisión astronómica que fija la primera luna llena de primavera, la Semana Santa acude puntual a su cita con la devoción y las tradiciones populares. Un año más el bullicio inundará las calles para conmemorar unas fiestas ricas en idiosincrasia y de singulares matices culturales. Desde la opulencia barroca y deslumbrante de los tronos que desfilan por la mayoría de ciudades españolas, hasta la “tamborrada” en Calanda o los “empalaos” de la Vera, en Cáceres, la gente participa intensamente en unas fiestas de gran arraigo popular e indiscutible interés turístico.
De forma desbordada, el pueblo se echa a la calle para celebrar (-aunque algunos no reparen en ello-) el triunfo de la fe y el Evangelio; porque, nos guste o no, eso es exactamente lo que celebra la Pascua cristiana. El mismo Evangelio que alienta desde hace veinte siglos las raíces cristianas de la cultura occidental. Una cultura tolerante, que defiende la vida y condena la muerte, apuesta por la igualdad y el respeto al prójimo, y reclama solidaridad con los más desfavorecidos.
Gente, mucha gente por todas partes, participando a ambos lados de la fiesta. La mayor parte de ella asiste como simple espectadora, aunque, quién sabe si tal vez al paso de los tronos algunos aprovechan la ocasión para examinar sus almas y reconocer los errores cometidos, proponiéndose por enésima vez cambiar de rumbo para no tropezar dos veces en las mismas piedras del camino por donde discurren sus vidas.
Los más devotos procesionan tocados por un sencillo paño de reminiscencias hebreas; otros lo hacen de forma anónima, ocultando su rostro bajo un capirote y ceñida la túnica por un austero cíngulo de esparto. Incluso hay quien realiza su estación de penitencia cargando cruces o arrastrando pesadas cadenas que simbolizan sus limitaciones humanas, seguramente implorando al Cristo al que acompaña que le libere de la esclavitud de los vicios que atormentan su vida.
Pocos entre la concurrencia permanecen indiferentes ante tamaño espectáculo. De algún modo, desde las aceras y balcones, o bien bajo la túnica y el capirote; los asistentes manifiestan su fe. Una fe seguramente imperfecta, pero que aún así les mueve a asistir a la fiesta para pedir un milagro o para dar las gracias por el último favor concedido, aunque éste simplemente haya sido disfrutar un año más de vida en compañía de sus familiares y amigos.
Pero, inevitablemente, entre la fauna de devotos destacan, como a contrapelo, las figuras de los políticos de turno que pretenden dar con su presencia mayor solemnidad a los actos religiosos que se celebran. Con frecuencia, esos mismos políticos presiden los desfiles procesionales delante de tronos que llevan a Cristo crucificado, obviando que sus partidos propugnan una sociedad laica que prohíbe los crucifijos en los colegios públicos donde estudian nuestros hijos.
Políticos cuyos partidos, en vez de defender los valores de Occidente y denunciar la pena de muerte, proponen “Alianzas con Civilizaciones” con países donde se ahorca a los delincuentes, se defienden las castas sociales y se obliga a las hijas menores a casarse contra su voluntad, o se apedrea hasta la muerte a los adúlteros. Políticos que, aquí en España, despenalizan el aborto y autorizan a niñas de dieciséis años a practicarlo sin el consentimiento de sus padres.
Muchos de esos políticos, por tal de darse un baño de multitudes, no dudan en procesionar como auténticos “tontos sin capirote” que exhiben públicamente y sin disimulo la “tontuna” de sus incongruencias. Como si estuvieran desubicados, marchan a cara descubierta junto al resto de nazarenos, que por humildad cubren sus rostros, sin sentir el menor rubor por presidir un cortejo religioso donde se simboliza una fe que ellos no comparten.
Y como ejemplo supremo de esa “tontuna” de la que hablo, dentro de unos días se abrirá en nuestra ciudad un Museo Cofrade que de momento está vació. Todo por colocar una placa donde quede constancia de sus mentores políticos y añadir una foto más a su programa electoral.
Sin esperar el Juicio Final, a esos mismos políticos les juzga el pueblo cada cuatro años. Y este año toca juicio. Unos votantes condenarán sus incongruencias, pero otros se lavarán las manos como Pilatos y les concederán la indulgencia de permanecer cuatro años más en el poder. A éstos, Padre, perdónales porque no saben lo que hacen.