En la excelente compañía de unos amigos, cumplí en estos días de tempestuoso diciembre uno de mis sueños más antiguos: no se trataba de viajar al espacio, ahora que con dinero se puede; ni que se acordaran de uno los dioses azarosos que voltean las bolas de las numerosas loterías. No, era poner los pies, con emoción y respeto, en los umbrales de la rondeña Cueva de la Oscuridad; ese inaccesible y ancestral lugar, que con el correr de los años ha ido acumulando misterio, leyenda y fantasía; tanta que cuando le preguntamos a una vecina que cuál era la casa de la Cueva, respondió: “Llevo viviendo aquí cuarenta años y no sé de ninguna cueva”.
Si hay esperas que como antesala de una ilusión decepcionan, por la pérdida de un tiempo inútil, este no fue ni mucho menos el caso. La prolongada espera valió la pena. Un arco de medio punto de excepcional conservación y antigüedad, separa la vivienda (una más en apariencia de la que bordean la parte alta de la plaza de la Oscuridad), de la superficie interior de peñascos y suelo llano entre los que se encuentra la Cueva; y también de otro mundo desconocido; porque esa es la íntima sensación que nada más entrar se respira: de hallarnos muy lejos de Ronda, en otra realidad, atrapados por una atmósfera que ha debido variar muy poco, salvo por la falta de monjes y fieles, con la que cubrió al lugar hace más de diez siglos.
Una quietud inabarcable, rota sólo por el vuelo de alguna ave presurosa; gigantes acantilados impregnados de la luz dorada, tan de la tierra, que se amansan en el suelo, en una amplia extensión, buscando el aledaño arrabal, acogen a la Cueva; que no es una, sino varias, con funciones que, sin ser un experto, se ofrecen muy claras señalando el ara o altar con huecos laterales para las imágenes, los enterramientos y la morada del religioso principal.
Un monumento único por sus características de situación urbana e historia, que todavía sigue en pie gracias a las noches sin dormir, ingenio y esfuerzos económicos, sin ninguna ayuda oficial, de su propietario, don Fernando Ponce de León; quien, por si fuera poco, ha tenido que luchar con la incomprensión de algunos de los moradores de las viviendas altas que tomaban la superficie del sacro recinto por un basurero, donde descargar detritus y aguas de piscinas.
Alastair Boyd, al que le llevó años estudiarnos, decía a propósito de un intento en los años setenta de solicitar para Ronda el título de Patrimonio de la Humanidad, que nuestros grandes proyectos eran como cohetes que se desvanecían en la noche, no más avanzar un poco; que siempre estábamos “disparando al aire cascadas de fatua lluvia que nunca llegaba tierra”. Tal vez por eso, más que pedir reconocimientos, que nunca llegan y que, me atrevería a decir, casi no nos hacen falta, mejor haríamos dedicando nuestros desvelos a salvar y reconocer ese olvidado Patrimonio nuestro, que eso sí que depende de nosotros y de nadie más.