Esta semana en que Lennon habría cumplido setenta años se celebra el 65 aniversario de la creación del Partido de los Trabajadores de Corea del Norte.
En el festejo norcoreano, la masa se desplaza como si fuera un cuerpo, un animal vertebrado. Las imágenes son más que impactantes. Son preciosas. Decenas de miles de personas milimétricamente coordinadas para formar esas imágenes perfectas, coloridas y alegres, fruto de un castigo amargo. Hace falta mucha disciplina para que el movimiento sea tan perfecto. Quizá demasiada severidad para unas pobres gentes que mueren de hambre, aunque el resultado sea estéticamente hermoso.
La disciplina, como el fuego, o como la verdad, es un arma de doble filo. El ser humano la odia, codicia y necesita por igual.
En la ficción, hemos vivido obsesionados con ella. Es el ministerio de la verdad orwelliano de 1984. Es la que Huxley desprecia en el mundo feliz de Bernard Max y la que Pasolini aborrece cuando, en Saló o los 120 días de Sodoma, los jóvenes reclusos son obligados a comer heces. Es la que enloqueció, si no lo estaban ya, a Randle McMuphy y Alice Gould – o Alicia Almenara- en sus loqueros literarios.
Del mismo régimen de castigos recelaba Foucault cuando pensaba en las cárceles, en los monasterios o en las fábricas como armas epidérmicas y baratas, útiles para someter el alma de los individuos. El triunfo de unos pocos que vigilan y evalúan a la masa para moldearla. Para dominarla. Igual habló de las palizas en las escuelas, los microscópicos castigos físicos que nunca se olvidan, comunes en el Eton College o en el Juan de la Rosa.
Todos frente a una hoja de examen. El imperio del lápiz rojo que decidirá cuál de los alumnos cargará un sambenito el resto de sus días.
Disciplina para los niños en el patio grande del colegio, con un frío serrano atravesando las mejillas y una voz aguda repite por el megáfono en un tono marcial: “Firmes. A cubrise. Firmes. A cubrise”. Niños erguidos para cantarle un himno a una bandera y convertirlos en siervos orgullosos de un pedazo de trapo, llámese senyera, tricolor mexicana, barras y estrellas, ikurriña o la blanca y verde.
Y frente a esto, hablábamos de Lennon y su figura caótica y septuagenaria. De un loco, quizá dominado por una loca. Imagen de la indisciplina, agitador, irreverente, encarcelado y perseguido por la CIA. Un ideólogo que no era brillante en absoluto, ni la mayor parte de las veces coherente en lo que decía.
Pero en algo era riguroso. Por algún motivo, decidió usar, cada vez que abrió la boca, la palabra Paz. Disciplina como método de lucha contra la disciplina de los ejércitos y las cárceles.
Ojala le hubiéramos hecho algún caso y, en todos los exámenes, de todas las clases de todas las escuelas, institutos y universidades de todos los países del mundo, la primera pregunta disciplinariamente impuesta, siempre fuera “¿Cómo pueden seguir habiendo guerras?”. Disciplina contra la disciplina.
A lo mejor funcionaría porque, quizá por lo poderosa, la disciplina es necesaria. Permite que se elaboren leyes reflexionadas y ordenadas, que busquen una cierta justicia –y que se cumplan-. Hace que dispongamos de una cierta paz para disfrutar nuestros derechos y abre camino hacia el respeto. La disciplina hace igual que un coro suene a gloria un domingo de carnaval por la mañana en la gaditana Plaza de la Libertad, que un ordenado ejército conquiste una batalla o un equipo de natación sincronizada gane una medalla.
Observamos las señales de tráfico y las colas del Mcdonald. Nos ponemos a régimen y dejamos de cenar. Sacamos al perro a mear tres veces al día.
Ojala también lo fuéramos para darnos cuenta del absurdo estúpido e indisciplinado de la guerra; del error y la torpeza de no tomar el mando y soportar, que nos sigamos matando.