No existen muchos bosques en la provincia de Málaga, en buena parte asomada al mar, por lo que se la considera más marinera que montaraz. No faltan, sin embargo, en el interior. Hay bosques espesos que rompen la monotonía de la piedra desnuda o el ocre terrazgo como el de pinsapos, supervivientes milenarios de especies vegetales finiquitadas en Europa; los hay con árboles de porte majestuoso como el de encinares que ponen sombras y recursos nutrientes en lugares condenados, sin su presencia, al erial. Nos son propios el mohedal, el pinar, el robledal o la algaida. Y para que de nada falte, hay bosques encantados, como el de la Sauceda, en Cortes de la Frontera, al sureste, cuando ya se barrunta la proximidad del mal llamado Campo de Gibraltar.
El reducto natural de la Sauceda, en el corazón del Parque Natural de los Alcornocales – el espacio forestal protegido de mayor riqueza de Andalucía – es un mundo mágico e ignorado que oculta rincones de singular belleza. Sede de una variopinta población vegetal y animal fascina, por su rareza, a cuantos tienen la fortuna de descubrirlo.
La Sauceda es uno de los pocos lugares en Andalucía en los que todavía la naturaleza se escribe con mayúscula. El procesado observado en él está en sentido inverso del que se espera en los seres animados: mientras más provecta, más bella se nos muestra. Viste su suelo una alfombra de eternos helechos merced a la alta pluviometría, única en la España húmeda por las lluvias de convección que la Sierra de Grazalema propicia. Sorprendente microclima que hace posible el crecimiento de especies poco frecuentes en el sur del sur como madroños laurosilvas y redrodendos que motean la extensión de las que nos son propias como el chaparro y el quejigal.
Si añadimos a esto una topografía con suaves estribaciones – la que enlaza el litoral gaditano con las sierras del interior malagueño que sin solución de continuidad acunan otro espacio privilegiado: el del Parque Natural de Grazalema – y confluencias de caminos apenas hollado por el hombre, amén de las leyendas sobre bandoleros, huidos de la Justicia o miembros del maquis antifranquista en la posguerra que buscaron en ella seguro refugio, conceden al paisaje una atmósfera misteriosa, casi irreal.
Gracias a la abundante vegetación, el paisaje cambiante de continuo, es digno de pinceles impresionistas. Luces y sombras se descomponen en fantásticas irisaciones y los rayos del sol cuando atraviesa claros de la espesura da pie a un mundo imaginario y cambiante en el que cada momento difiere del anterior. Ganado por este ambiente quimérico al viajero no le extrañaría la aparición de hadas madrinas, gnomos circunspectos o retozones geniecillos vistos y no vistos entre la espesura.
Alcornoques, quejigos y acebuches –desnudos los troncos de los primeros, merced al trabajo de los corcheros (el corcho, primer recurso económico-forestal de la zona cortesana), de majestuoso porte los otros -, apretados entre sí y de anchas copas, propician un escenario fresco, agradable en verano y acogedor en invierno. Completan el conjunto los “canutos”, centenarias formaciones arbóreas, que después de flanquear las riberas ascendieron hasta el monte, permaneciendo tal cual desde épocas arcaicas.
Pero lo más sorprendente del que se ha dado en llamar “bosque encantado de la Sauceda” radica en la heterogénea presencia de sus moradores. En las dos mil hectáreas de vida en estado puro este oasis único permite una bullidora vida animal; aquí salta el corzo, allí luce sus cabriolas la cabra montés, acullá se escurre la jineta. En todo lo alto la vigilancia atenta de águilas perdiceras, buitres leonados o azores. Permanecen quietos e ingrávidos unos segundos, como cerniendo el aire, para continuar luego con sus volutas y giros, dueños absolutos del azul.