Nueva York es el gran circo del mundo, unas veces con más gracia que otras. Cada día, una fauna bizarra se tira a sus calles y las decora como si fuera un zoológico, en jornadas de 24 horas. Pero no me refiero a eso. Esta semana, por ejemplo, todos los medios de comunicación del mundo están pendientes del extraordinario edificio de las Naciones Unidas que se levanta, como una gran carpa de circo, en la ribera del East River, que separa Manhattan de Queens.
Con un goteo incesante de jerifaltes, toda la ciudad se ha llenado de jefes de estado que han venido a discutir los Objetivos del Milenio a Nueva York. En sus ratos libres, los que la Asamblea General de las Naciones Unidas les permite, aprovechan para ofrecer sonrisas y argumentos a la gente que se les acerca como si fueran estrellas de Holywood o futbolistas del Barça.
De paso, completan la postal zoológica de la ciudad. Su vida cultural se estimula cuando el primer ministro británico ofrece una charla en mi universidad. Cuando Zapatero es ovacionado en la biblioteca de la universidad de Columbia o Evo Morales imparte divaga sobre el derecho de acceso al agua para la población, en la representación permanente de Palestina ante la ONU.
Todo esto, sin embargo, tiene poco que ver con los asuntos que se supone que han venido a discutir – no sé cómo lo harán, si la mitad de ellos no se dirigen la palabra por razones de institucionalizadas de rencor nacional, pero eso es harina de otro costal- los Objetivos del Milenio.
Los Objetivos del Milenio es un noble plan de actuación en ocho campos distintos, básicos para la humanidad, acordado en Nueva York en el año 2000 por todos los estados reconocidos por las NN.UU., que prevé resultados concretos para el año 2015. Incluyen la universalización de la enseñanza primaria (ja), la consecución de la autonomía de la mujer y la salud materna (ja, ja), la lucha contra el sida y el paludismo (ja, ja, ja), el sustento del medioambiente (ja, ja, ja, ja) y la reducción de la mortalidad infantil y la erradicación de la pobreza extrema y el hambre (perdón, me quedé sin risas).
Y, aunque yo no tenga, dan risa. Payasos. No sé qué pensarán contarse estos señores, ni qué se apuntarán como logro para justificar los millones gastados, pero yo he visto con mis ojos el milenario fracaso de los Objetivos. Creo que estarían de acuerdo conmigo, pero probablemente ninguna de las mujeres centroamericanas cuya situación se deteriora cada día podrá venir a este teatro del mundo a contar su trocito de milenio. Ni podrá ninguno de los pocos supervivientes de la epidemia de Cólera provocada por el hambre, la miseria y la hiperinflación económica en Zimbabue en 2008. Los refugiados, los desplazados, todos los viejos pobres de China y los nuevos de Pakistán tampoco podrán. Todos están muy lejos de las Naciones Unidas. Tan lejos como el millón de pobres que hay en Nueva York, pero no tanto como para que nadie los vea.
Muchos de los políticos que se mezclan con la gente estos días los han visto. En las conferencias, se dejan preguntar por el absurdo del milenio, de los objetivos y de la ONU. Quizá porque no les queda más remedio, se agarran a su estrado, o se retuercen en la silla, responden como pueden y de mala gana se pintan una sonrisa dolorida para salir del paso.
Pero saben lo que hay. Saben que, vista de cerca, una cumbre de alta política internacional no se distingue de un congreso de podólogos en Cuenca. Muchas mesas redondas con galletitas danesas, conferenciantes que se han preparado la presentación en los ratos libres del trayecto de casa al trabajo en autobús, carpetas de publicidad de medicamentos, gente con resaca entre el auditorio y una absoluta sensación de intrascendencia.
No pretendo hacer pornografía sentimental barata, un ejercicio de progresía, cómoda, estúpida e irreflexiva. Y perdón si esa es la impresión. Sólo digo que hay que ser muy ciego, muy imbécil o muy caradura, para no darse cuenta de que el tinglado no funciona y que algún día nos lo tendremos que decir a la cara. Ése será probablemente el momento más doloroso. Quizá entonces la situación no tenga vuelta atrás y la sonrisa que traemos maquillada se deshaga, churretosa, en una mancha de sangre en la mejilla. Nos lamentaremos por el tiempo perdido y, por qué no decirlo, por todos los muertos.
Pero eso no será esta semana, en Nueva York, aunque a muchos de los que ocupen asientos no les falten ganas. No será en este congreso de circo. Muchos querrán llorar, pero tendrán que actuar como artistas que hacen de tripas corazón y de miseria sonrisa. Volverán a resultar graciosos, con sus trajes, ademanes y dichos y gestos apropiados.
Es curioso. Ésa es, según el diccionario de la Real Academia, es la definición de payasos. Graciosos, con trajes, ademanes y gestos apropiados. Payasos, en las Naciones Unidas, aunque sólo sea etimológicamente.