El pequeño dictador (La Ausencia de Límites).
En estos últimos días de verano he vuelto a releer un libro que para mí resulta imprescindible para cualquier profesional de la enseñanza, cuyo título he tomado prestado para encabezar este escrito. “El Pequeño Dictador: cuando los padres son las víctimas” (2006) de Javier Urra (especialista en Psicología Clínica y Pedagogo Terapeuta), conocido por sus intervenciones en radio y televisión, así como por la publicación de cientos de artículos sobre psicología forense y la infancia en diversos medios.
“Autoridad, competencia y confianza son los pilares fundamentales sobre los que los padres deben ejercer su labor educativa para evitar que hijos consentidos se puedan convertir en pequeños tiranos”, afirmaba en una de las múltiples entrevistas concedidas para los medios tras la exitosa publicación del libro.
La necesidad de reflexionar sobre este tema (continuación de mi anterior escrito) dentro del profundo y difícil debate de la educación, lo considero primordial para concienciarnos de que actualmente coexiste en nuestro país el hábito de señalar la escuela como correctora necesaria de todos los comportamientos “indeseados” e insuficiencias culturales con la condescendiente minusvaloración del papel social de los maestros y educadores.
¿Es posible que un niño o adolescente tiranice a su familia? ¿Existen los tiranos infantiles? ¿Nacen o se hacen? ¿Por qué ocurre? Todos estos pequeños existen, muchos los hacemos, pero también otros nacen. La necesidad de “educar en la frustración” para evitar que un niño consentido se convierta en un tirano. Es un fenómeno que está creciendo a gran escala. Un problema del que no se habla realmente porque los padres y el resto de la sociedad son reacios a manifestarse frente a estos “pequeños dictadores”, que seguirán aflorando en los próximos años. La sociedad se muestra “paralizada” ante determinadas actitudes inadecuadas de estos chavales.
La tiranía, se nos presenta como un mal de nuestro de tiempo que cada día preocupa más a padres y educadores. El niño en muchos hogares se ha convertido en el “dominador absoluto”. Cualquier cambio que implique su pérdida de dicha facultad de poseer el poder, conlleva tensiones y conflictos en la vida familiar. La situación se vuelve difícil y, en última instancia, el niño se convierte en agresor. Las pataletas y los llantos son sus “armas” predilectas para conseguir sus objetivos. Son niños caprichosos, consentidos, sin normas y sin límites que imponen sus deseos ante unos padres que no saben decir que no. Quieren ser constantemente el centro de atención, son niños desafiantes y desobedientes. No toleran los fracasos y no aceptan bajo ningún concepto la frustración. Echan la culpa a los demás de las consecuencias de sus actos y la dureza de sus emociones crece notablemente. De esta forma, la tiranía se aprende fácilmente si no se les pone ciertos límites. Otro de los hechos reiterados es el de las fugas del domicilio y el consecuente absentismo escolar con conductas cercanas al conflicto social. También recordar que en otros casos, los niños/as entran en contacto con las drogas y es a partir de ahí donde se muestra cierta agresividad, e incluso, aquellos que utilizan a sus padres como “cajeros automáticos” o con meros chantajes.
Generalmente no suelen ser adolescentes delincuentes. La mayoría de ellos no llegan a agredir a los padres y en muchas ocasiones nos encontramos con niños que han abandonado de hecho los estudios. No tienen obligaciones, ni participación en actividades o relaciones interactivas. Son niños que arremeten primordialmente contra la madre y poseen escasa capacidad de introspección y autodominio: “me da el punto/la vena…”. Entienden que la obligación de los padres es alimentarles, lavarles la ropa, dejarles vivir y subvencionarles todas sus necesidades y demandas. Se implican con grupos de iguales de conductas poco aconsejables. La negativa ni es comprendida y prácticamente es “consustancialmente” inaceptable. Estos niños huyen de una incomprensión, de una falta de atención, de afecto…
Las causas de la tiranía reside en una sociedad permisiva y consumista que educa a los niños en sus deberes, donde ha calado de forma equívoca el lema “no poner límites” y “dejar hacer”, abortando una correcta maduración. Se ha pasado de una educación autoritaria de respeto, a una falta de límites donde algunos jóvenes quieren imponer su propia ley de la exigencia y la bravuconería. El cuerpo social ha perdido ya fuerza moral. Se intentan modificar conductas pero, a pesar de todo, se carece de valores.
Debemos educar a los niños para enseñarles a vivir en sociedad y formarlos en la empatía. Educarles en sus derechos y deberes, marcando reglas y ejerciendo cierto control (decirles “no”, a veces). Inculcarles un modelo de ética, utilizando el razonamiento, la capacidad crítica, la reflexión y la explicación de las consecuencias de su propia conducta respecto a los demás.
Entre todos debemos ayudar a las familias para que impere la coherencia y se erradique definitivamente la violencia. Vencer esa falta de tiempo educativo y el propio desconocimiento del papel de los padres en toda esta problemática. Debemos evitar ante todo la “ley del péndulo”, la del niño atemorizado frente al educador paralizado. La tiranía infantil seguirá reflejando una educación familiar y ambiental distorsionada, a menos que pongamos los medios adecuados para su total erradicación.
A modo de conclusión, decir que zafarse, en educación, genera siempre conflictos. Negar ciertas evidencias es un simple mecanismo de defensa. Alcanzar soluciones bien cierto es, que requiere su tiempo, afecto, mucha disciplina y determinados recursos. Y, por último, razonar el problema también es útil, pero sigue siendo insuficiente.