Haciendo abstracción de los problemas que sacuden a buena parte de los pueblos del interior, sobre todo los que se aglutinan y prestan vida aún a paisajes montañosos que sin ellos serían eriales y desoladora imagen del desahucio humano, pasando por alto la despoblación que los abate, el envejecimiento de la pirámide de edad (los jubilados invaden la carretera, dan vida a los bares, animan el cotarro, aun con sus miradas marchitas, huérfanas de esperanzas) el colapso de los medios de vida que empujaron a la emigración a la gente joven, se impone resaltar lo que, al margen de vaivenes demográficos y económicos, resulta imperecedero: su asentamiento en la montaña, el paisaje que los circunda, las caprichosas formas naturales que perdurarán siempre y los hacen diferentes entre sí. En suma, la esencia indestructible de su razón de ser. Hay mudanzas en lo que a sus habitantes se refiere; no la habrá jamás en lo que es ajeno a lo humano y pertenece a la obra de la Naturaleza. Esto perdurará siempre si no producen cataclismos que lo borren del mapa o convulsiones telúricas que trastoquen su fisonomía.
A tiro de piedra de la Costa del Sol, carretera de San Pedro arriba, en Igualeja, las fuentes del río Genal son una perenne invitación al bienestar y el sosiego. Un alto en el camino serrano para gozar de la frescura y del paisaje prístino que las envuelve sin apenas mancillar por el hombre. Final acertado del verano, sim equivocqarnos.
No lamentará haberse adentrado en el interior. Si decidió abandonar por unas horas las playas costasoleñas, la primera recompensa se la ofrece la contemplación del escenario abismal que flanquea el culebreo de la vía. Luego, vendrá la gratificante sensación de hundir los pies en el mismo nacimiento del río. Igualeja, puerta del valle, tras los caminos del mar, emerge al pie de las estribaciones de sierra Bermeja, trepando por montículos que se rindieron al avance del pueblo. A poco más de 200 metros nos topamos con la rocosa puerta del escondrijo donde el nacimiento del río Igualeja rompe la intimidad del sombrío subsuelo montañoso. Las aguas, limpias y tan cristalinas que se podrían contar una a una las piedrecillas del fondo, se precipitan en busca del llano, prestando vida a una vegetación de ribera; la cual, despreciando el roquedo acaba por arañar huertos familiares, un anticipo de la floresta que se esponja sobre un manto terroso que a golpe de azada y hoz abolió el dominio de la maleza. Son los castañares, que en esta época del año ya dejan a la vista el escondrijo espinoso de su fruto.
Llama la atención Igualeja, tanto por lo que desde la lejanía podemos contemplar como lo que avizoramos callejeándolo. Dominadas las rampas del Guadalmedina desde los barrancos sembrados de pinares que rastrea el río Seco, afluente pobre del Genal, obtenemos hermosas vistas del valle. No en vano se considera este lugar como el más idóneo mirador que se puede encontrar para admirar su belleza natural. Solacémonos con sendas frescas como si empezaran a correr bajo el sol del medio día. Senderos humildes hechos por pisadas ajenas, y que siempre nos parece que, virginalmente, se dejan abrir bajo nuestros pies.
Para luchar contra los días calurosos del verano, las calles, estrechas y tortuosas como corresponde a una clara influencia árabe (cora de Takuranda) – la de los moros, como dicen los más viejos del lugar en sus chácharas de mentideros y tabernas – y las fachadas de piedra y cal, se aprietan unas a otras procurando el frescor en los que las habitan o transitan. Rejas y balcones de hierro limitan estancias privadas, amén de las celosías que impiden el paso a miradas ajenas, siempre curiosas o inquisidoras.
Todos los caminos del interior, indefectiblemente conducen a la iglesia de cada pueblo, de todos los pueblos. La de Igualeja, bajo la advocación de Santa Rosa de Lima, hunde sus raíces en el siglo XVI; fue fundada por el arzobispo de Sevilla, Diego de Deza, y en los siglos posteriores se sometió a varias reformas. De su trazado originario no queda sino la torre, antiquísimo alminar de una mezquita. El contrapunto modesto lo ofrece la capilla del Divino Pastor, del siglo XVIII, que dominando una calle empinada y con fachada adornada con columnas adosadas, las cuales sostienen un esbelto campanario – blanco de cal y oscuro techada con tejas moriscas-, hablan de una religiosidad que viene de lejos y un afán de trascendencia que va más allá del regular vivir de cada día.