No puedo ni quiero evitarlo. Cada vez que llega a mí, por mi oído, vista o cualquiera de mis sentidos, un mensaje así, tan cargado de fuerza, optimismo y realidad absoluta, se me eriza la piel y pienso: qué verdad tan enorme, qué persona tan grande, qué pensamiento tan acertado, tan adaptado, tan puro. A pesar de que se trata de algo que podemos palpar casi a diario, cada vez que se percibe creo que sorprende, impacta y nos hace, al menos por un instante, ver la vida a través de otros ojos y enfocar nuestra realidad de un modo diferente. Hablo de la fuerza, de la garra, de la superación y de tantas otras historias que viven y comparten con nosotros cientos de personas discapacitadas, tanto físicas como sensoriales o psíquicas y que, a pesar de su aparente limitación en determinado ámbito, son capaces de superarse cada día con creces, cumpliendo retos. Porque la limitación está en nuestra mente, está en nuestro pensamiento y no en otro lugar. Se esconde, oscura, como el miedo se oculta tras los parpados en noches en insomnio, en el corazón palpitante que a veces galopa, en el nudo que no nos deja respirar quizá sin comprender los motivos y quizá sin ellos.
Así, somos nosotros mismos los que nos limitamos, los que decimos hasta aquí o hasta allá, los que nos permitimos aventurarnos sin temor o los que nos quedamos en cualquier rincón de casa preguntándonos cómo sería simplemente hacer algo distinto a nadar en vasos de agua, esperando que cualquier remolino casual nos hunda. Es una elección, una decisión personal, el ubicarnos en un lugar o en otro, el cambiar o permanecer inertes esperando a que el mundo, el azar u otra persona lo haga por nosotros. Optemos por la vida, que es vida hasta el final, por una libertad sin límite para nuestra sonrisa, por aceptarnos y convivir con nuestro yo, haciéndolo crecer, sean cuales sean nuestras circunstancias. Hay océanos donde nadar, mayores que un vaso de agua fría.
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